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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cataluña, un año de normalidad

La vuelta del sentido institucional a la Generalitat ha traído sosiego y consenso a una sociedad traumatizada por el ‘procés’

El presidente de la Generalitat de Catalunya, Salvador Illa, durante el acto de celebración del 75 aniversario de Seat, en Fira de Barcelona, el 9 de mayo.
El País

Cataluña entró en una nueva etapa hoy hace un año con unas elecciones autonómicas en las que el independentismo perdió por primera vez la mayoría absoluta en el Parlament desde el inicio del procés y el Partit dels Socialistes (PSC) se alzó con una victoria que en agosto permitió a Salvador Illa formar gobierno gracias al apoyo en la investidura de Esquerra Republicana y los Comuns. El cambio tranquilo que Illa prometió se ha asentado en ámbitos que van más allá del Govern. Seguramente, las señas de identidad más claras de la nueva Generalitat sean la previsibilidad y el respeto a la institucionalidad, dos condiciones ausentes en la política catalana de la década anterior.

La previsibilidad ha llegado por la vía de practicar un estilo de gobierno en la que se respeta buena parte del legado recibido y se evitan los volantazos que a menudo acompañan los cambios de partido al frente de las istraciones. El president socialista se ha beneficiado en este punto de la herencia de Pere Aragonès, que había comenzado a poner orden institucional en la Generalitat tras años de desbarajuste en la etapa final de Artur Mas y en las convulsas legislaturas de Carles Puigdemont y Quim Torra.

En los nueve meses que lleva en el poder, Illa ha hecho todo tipo de gestos hacia la centralidad política que le han permitido hacer las paces con la Casa Real, sincronizarse con el Gobierno central, tejer alianzas con los sindicatos y lograr el respeto de la patronal. En su hoja de ruta destaca la apuesta por hacer frente a la crisis habitacional con un plan para construir 50.000 viviendas de alquiler social hasta 2030 y un programa para relanzar el liderazgo económico de Cataluña dotado con 18.000 millones.

Pese a este primer balance positivo, son muchas las incógnitas que pesan sobre un Govern que se sustenta sobre una exigua mayoría de 42 diputados de un total de 135 y que en su primer año en la Generalitat no ha conseguido aprobar los Presupuestos. Los socios de investidura, Comuns y ERC, llevan meses inmersos en una competición —entre ellos y con el primer partido de la oposición, Junts— que está dificultando el impulso de cuestiones importantes. Tampoco ayuda que la aplicación de la ley de amnistía, que debería servir para poner a cero el contador de la política catalana, siga bloqueada por el Tribunal Supremo e impida el regreso de quien las urnas situaron como jefe de la oposición, Carles Puigdemont, además de impedir la normal vida política de otros dirigentes, como Oriol Junqueras.

Además, el Govern tiene ante sí dos retos mayúsculos que marcarán la legislatura. El primero es la resolución del enquistado problema de las Cercanías catalanas, un servicio víctima de años de desinversión por parte de la istración central, pero que está gestionado en parte por la Generalitat y que está pendiente de un traspaso completo. El segundo reto trasciende los límites de Cataluña y es el acuerdo de la financiación autonómica “singular” para que la Generalitat recaude todos los impuestos. Esta exigencia de ERC, asumida por el PSC para lograr la investidura, debería concretarse con el Gobierno central antes de que acabe este semestre según el pacto firmado con los republicanos, algo que se adivina extremadamente difícil. De la resolución de esos dos problemas, hoy cronificados, dependerá en buena parte que Salvador Illa pueda completar la legislatura y, con ello, culminar la normalización de la vida pública catalana.

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