De papas y poderosos espectáculos
Miro ese despliegue de poder añejo, purpúreo, intocable y masculino y se me ponen los pelos de punta


No soy creyente, es decir, no creo en una diosa omnipotente y menos aún en un tronante dios barbudo. De hecho, que nos planteemos esas representaciones tan elementales de lo divino, antropomórficas y pueriles, es un buen ejemplo de todo lo que no me cabe en la cabeza cuando la gente habla de religiones. Pero allá cada cual con sus creencias; la existencia es un misterio, un enigma colosal y, por añadidura, una zozobra, y si hay personas que consiguen consolarse de las heridas de la vida por medio de relatos que explican lo inexplicable, a mí me parece perfecto, con tal de que no intenten imponérselos a nadie.
Dicho esto, he de reconocer que aún estoy patidifusa con toda la parafernalia de la proclamación del nuevo Papa; y que, si hubiera que hacer apuestas sobre cuál de las divinidades que hoy pululan por la Tierra es más poderosa, yo pujaría por la católica, porque, pese a tener 2.000 años de existencia, ahí está dominando como ninguna el espectáculo en nuestra sociedad del espectáculo. Quiero decir que sus viejísimos ritos parecen diseñados por el especialista audiovisual más rompedor para sacar el máximo partido de la tecnología actual. Esas enormes puertas que se cierran sobre un misterio palpitante, esa chimenea conectada en directo y que podemos ver durante horas en los digitales, los infartantes minutos de ese balcón que ha de abrirse y no se abre. Más el airoso adorno de los soldaditos de todos los colores y de las bandas tocando el himno vaticano que, por cierto, suena a alegre chundarata valenciana. Guau. Comparémoslo con los rituales de otras religiones. La peregrinación a La Meca sobrecoge con esa plaza llenísima de gente, pero a fin de cuentas se limitan a dar vueltas a la piedra sagrada. Los ritos asiáticos, con el enorme panteón de dioses hindú, los bailes y las ofrendas, o con los budas dorados gigantes, los molinillos de oración y las banderolas, poseen más colorido, pero en realidad sólo son vistosos. Quiero decir que no ofrecen un espectáculo dramático cuidado hasta el milímetro como el católico. No hay suspense, no hay planteamiento, nudo y desenlace, no se adaptan tan bien a las nuevas tecnologías como esa chimenea que queda genial colgada en directo. Repito, guau. Son sin lugar a duda los mejores.
De modo que comprendo muy bien que el procedimiento de renovación pontificia resulte tan impactante. Además, en esta realidad tan resbaladiza en la que vivimos, cuando los cambios tecnológicos y sociales son tan vertiginosos, cuando el mundo parece estar rozando su crepúsculo y todo es tan inseguro que da miedo, resulta consolador contemplar una institución que lleva vivita y coleando dos milenios y unos ritos que siguen siendo fieles a sí mismos desde hace siglos. Es como un anclaje a lo permanente y, por ende, una esperanza de continuidad y de futuro.
Pero, por otro lado, todo esto tiene también una vertiente claustrofóbica y deprimente, al menos para mí. Permitidme matizar: pienso que la dimensión digamos espiritual es uno de los rasgos esenciales del ser humano. Pero para mí no tiene nada que ver con la fe religiosa, sino que me refiero a la necesidad de trascendencia, a ese impulso hacia lo universal, a un afán por ir más allá de las estrechas fronteras de nuestro yo diminuto, para saber más, para entender mejor, para unirnos con el cardumen de la humanidad y con el cosmos. Por otra parte, también respeto y iro a creyentes de todas las religiones que son gente magnífica, como muchos heroicos misioneros católicos, por ejemplo, hombres y mujeres formidables. Pero la institución, ah, eso es otra cosa. La Iglesia católica como construcción inmutable y aplastante de poder me parece temible. Ese Vaticano que, junto a Afganistán, son los dos únicos Estados de la Tierra en donde no pueden votar las mujeres. Miro el espectáculo del nombramiento del Papa, ese despliegue de poder añejo, purpúreo, intocable y masculino, y se me ponen los pelos de punta. En el cónclave, como dijo genialmente el teólogo Javier López de Goicoechea, “133 hombres eligen a otro varón como cabeza de una Iglesia formada fundamentalmente por mujeres”. Y que conste que la cuestión femenina es tan sólo un ejemplo de un inmovilismo que abarca múltiples aspectos. Por todos los santos, y nunca mejor dicha esta expresión, ¿es que no hay manera de cambiar o derrocar los viejos poderes (no es sólo la Iglesia) de la Tierra? ¿Y no será eso lo que nos está llevando al caos?
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