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Ser o no ser de un lugar

Los mecanismos de pertenencia a un barrio, una ciudad o un país son complejos y no se sustentan solo en el apego a lo conocido. En la mayoría de los casos, son una parte básica de nuestra identidad como personas

EPS 2536 MADRID PSICOLOGIA

Llevamos dentro los lugares que hemos ha­bitado, como nuestra altura o el color de nuestros ojos. Los paisajes crean nuestra cartografía interna. Sin embargo, solo unos pocos traspasan la frontera delicada que nos hace sentir que pertenecemos a un lugar, que esa ciudad o ese barrio es nuestra casa. Muchas veces dicha percepción nace por haber vivido momentos significativos que se han almacenado en nuestra memoria emocional. Pero en otras ocasiones, quizá, no hemos siquiera habitado allí, pero al llegar a ese lugar se activa algo interno que lo percibe como si estuviéramos en casa. El mecanismo que despierta dicho sentimiento es tan complejo que los investigadores han ofrecido diferentes claves para tratar de explicarlo.

El sentimiento de pertenencia tiene raíces más profundas que las del simple apego. Así lo proponía un grupo de psicólogos ambientalistas liderados por el doctor Harold M. Proshansky en los años ochenta. Proshansky analizó qué nos sucede cuando hablamos de los lugares que sentimos como nuestros. Según su investigación, ese barrio o esa ciudad de la que decimos que somos forma parte de nuestro autoconcepto, es decir, de nuestra propia identidad. Por ejemplo, si alguien dice con orgullo que es de Madrid o de Buenos Aires (o de cualquier otra ciudad), está queriendo explicar quién es. Como si la identidad de los lugares y la generalización de sus características se extendieran a nosotros. Dicho sentimiento es tan poderoso que si emigramos o nos mudamos a otro sitio puede que el nuevo lugar no se sienta como propio, aunque pasemos allí años viviendo. Quizá porque los vínculos con el anterior son tan intensos que impiden que integremos la nueva ciudad dentro de nosotros o bien porque las experiencias allí vividas no son lo suficientemente valiosas para que forme parte de nuestra identidad.

Las conexiones con los sitios pueden alcanzar distinta escala: el cuarto donde crecimos, la casa donde vivimos, el país en el que nacimos… Los lugares a los que sentimos pertenecer no son simples coordenadas en un mapa, sino extensiones de nuestra propia biografía. Ahora bien, el apego a los lugares es un proceso que se puede deber a diferentes motivos, algunos más intuitivos que otros. El más evidente se apoya en las experiencias significativas que hemos vivido allí. El lugar donde crecimos puede despertarnos la nostalgia por dicha época o por las personas con las que convivíamos y ya no están. Nuestros seres queridos pueden ser los responsables de nuestros vínculos afectivos con los lugares, como si el cariño hacia dichas personas fuera una razón suficiente para unirnos al lugar en el que estuvimos con ellos.

En 2003, la doctora Maria Vittoria Giuliani añadió nuevas dimensiones por las que sentimos apego hacia determinados lugares. Según Giuliani, más allá de las cuestiones afectivas hacia otros, lo que nos vincula a determinados sitios también está relacionado con lo que pensamos del lugar o con lo que hemos vivido allí. Por ejemplo, estudiar en otros países despierta un nexo poderoso. En dichas ciudades pudimos descubrir el sabor de la libertad o de la autonomía que recordaremos siempre. Esos recuerdos adquieren tanto peso que nos vinculamos fuertemente al sitio por lo que significó para nosotros en nuestra propia identidad.

El pensamiento o el significado también puede ser el motor del apego para aquellos que emigran o se mudan a otra ciudad. El sueño de vivir una vida mejor en otro lugar es un ingrediente importante para sentir que podemos pertenecer a dicho sitio, aunque no conozcamos a nadie de allí. Participar en acciones colectivas, como puede ser ayudar en el vecindario o en un voluntariado, son el último ingrediente, según Giuliani, que da fuerza a la conexión con el sitio.

Por último, existen algunos lugares que reconocemos internamente, incluso sin haberlos habitado. Como explica la psicóloga Laura Rojas-Marcos a partir de su propia experiencia personal, cuando llegó a Madrid después de nacer y crecer en Nueva York, se sintió en la ciudad como en casa. “Me enamoró. Es mi hogar y donde me gustaría pasar el resto de mi vida”. Su personalidad cosmopolita, los parques, la luz, su tamaño para caminar, el carácter acogedor de las personas… son algunos de los elementos que la doctora describe que la ayudaron a crear un vínculo con la ciudad. Por ello, el lugar al que sentimos que pertenecemos no es necesariamente donde nacimos, sino donde nos reconocemos y donde encontramos un reflejo de nosotros mismos.

Especial Madrid ‘El País Semanal’

Este artículo forma parte de un número especial dedicado a la ciudad de Madrid que se publica este domingo en ‘El País Semanal’.

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