Saltos en el vacío
Mi padre no usa la decoración del amor. No abraza, no dice te quiero, da unos besos a las apuradas, como si quisiera escaparse. No protege: empuja. No cobija: forja


Semanas atrás, estaba en mi ciudad natal. Conversaba con mi padre: libros, películas, el paso del tiempo, los abuelos. De pronto me dijo: “Contame de vos. ¿Cómo estás?”. Fue raro: nunca pregunta cosas así. Mantenemos una caballerosa discreción que evita que pidamos detalles. Le dije: “No sé. No he pasado más de dos semanas seguidas en mi casa desde enero”. Enumeré ciudades: Madrid, Cádiz, A Coruña, Cartagena de Indias, Santiago de Chile, Bilbao, Princeton, San Sebastián, Zaragoza. Él se agarró la cabeza, pero no dijo nada. A la mañana siguiente, una de esas mañanas en las que el cielo y el césped parecen hechos de la misma materia, algo tan efervescente y vivo que podría quemar, caminábamos con sus dos perras. Mi padre se detuvo. Me miró y dijo: “Dios mío, hija. ¿Qué se hace durante 12 horas en un avión? ¿Se duerme? ¿O es pura angustia?”. La charla del día anterior caía en mitad de esa mañana como el efecto retardado de una bomba artera. “A veces ―dijo mi padre― alguna persona me dice ‘Qué bien tu hija, vi que hizo tal cosa’. Y yo pienso no, no la conocen, no saben nada de ella, no saben quién es”. Recuerdo que me miré la punta de las botas y me dije, azorada: “Se quedó pensando en mí”. Entonces pronunció esta frase tan misteriosa y cargada de sentido: “Hay tanto hoy en tu vida, hija. Puro hoy, hoy, hoy. Debe ser enloquecedor”. Y eso fue todo. Él no usa la decoración del amor. No abraza, no dice te quiero, da unos besos a las apuradas, como si quisiera escaparse. No protege: empuja. No cobija: forja. Siempre me miró cruzar el puente frágil de la existencia sin detenerme. Ahora estaba ante el enigma al que le había dado vida, carne de su carne, sabiendo que no podía salvarlo de nada ni ahorrarle sufrimiento. Desde la tierra fuerte que pisa contempla mis saltos sin red en el trapecio. Una mirada así es todo lo que se necesita para saber que podemos vivir —aun repletos de terror― en el alto vacío del aire.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad , así podrás añadir otro . Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.
Sobre la firma
