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TRIBUNA
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Viejos que mueren en plena juventud

Sin poder real, el papa Francisco y José Mujica eran el reverso de la ruidosa hiperpolítica digital. Cuando hablaban parecían estar escuchando

Viejos que mueren en plena juventud. Santiago Alba RicoICO
Santiago Alba Rico

Cuando decimos que no es la naturaleza sino la historia o la cultura la que determinan nuestras vidas, creemos trasladarnos así del reino del determinismo biológico al de la libertad humana. Ahora bien, mucho me temo que la cultura y la historia dejan hoy a los individuos menos libertad que la naturaleza, de la que escapamos continuamente por distintas vías: tecnológicas, médicas, sociales, artísticas. Es más fácil, quiero decir, cambiar de sexo que de clase social, cambiar de nombre que de lengua, retrasar la muerte que aumentar las pensiones. Es más fácil huir de la enfermedad que de la propia época. Es más fácil también volar y hacerse un trasplante de riñón que apagar el ordenador o salirse de las redes. Aún más: si el Antropoceno representa la victoria total de la cultura sobre la naturaleza, resulta que hoy es más fácil para los humanos cambiar el clima que transformar las condiciones históricas en las que los humanos destruyen sin cesar, mediante gestos honestos y pequeños, el medio ambiente.

Treinta años después de la proclamación del fin de la Historia, nos sentimos más atrapados que nunca en su lazo, como lo demuestra el creciente deseo, frente a ella, de retornar a una naturaleza que nuestra propia nostalgia confirma como otro producto humano igualmente asfixiante. Hay pocas ideas tan opresivas, en efecto, como la sospecha fundada de que las danas y los incendios y los virus son también obra nuestra (o de una naturaleza que hemos hurgado hasta el emborronamiento). ¡Con lo liberadora que era una salvaje tormenta antigua, el viejo huracán que llegaba soplando del Pleistoceno! En este sentido, el genocidio de Gaza nos proporciona varias imágenes terribles: es al mismo tiempo un crimen, una tragedia y una metáfora; los 360 kilómetros cuadrados de la Franja, con sus dos millones de habitantes encerrados en su interior sin escapatoria posible y bombardeados día y noche desde el aire, escenifican la claustrofobia de una Humanidad que, con más o menos ventajas y más o menos sufrimiento, según la clase social y el territorio, siente que no puede huir ya fuera de la Historia, pero tampoco transformarla para hacerla de nuevo —o por fin— habitable.

Parafraseando a Castelar, podríamos decir que la Historia ha cansado a los humanos. Hay demasiada Historia y demasiada poca vida en nuestras vidas, lo que, en un contexto de sobrestimulación tecnológica, se traduce, como sugiere Sánchez Cuenca, en una profunda desconfianza hacia cualquier forma de intermediación institucional e intelectual; conduce a una despolitización colectiva acompañada de la más febril hiperpolitización digital y de la más salvaje polarización de los afectos: vivimos “un frenesí impotente” en el que “la sociedad se nos presenta como una acumulación sin fin de casos Dreyfus”, según la feliz expresión de Xan López en su indispensable El fin de la paciencia.

En este contexto de saturación histórica y despolitización colectiva, han muerto dos ancianos, uno argentino, otro uruguayo; uno jesuita experonista, otro socialista exguerrillero; uno se llamaba al principio Jorge y al final Francisco; el otro al principio Facundo y al final Pepe. Dos viejitos estrictamente coetáneos, nacido uno en 1936, el otro en 1935, muertos con 22 días de diferencia, a los que el siglo XX había separado y el siglo XXI unió de forma inesperada. ¿Qué tenían en común? ¿Por qué su muerte ha despertado este fervor de iración general? ¿Por qué a las izquierdas un viejo cura conservador nos resultaba tan cercano? ¿Por qué incluso la revista Telva ha elogiado, por su parte, la sabiduría vital de un rebelde uruguayo que en su juventud robaba bancos?

Apunto dos conjeturas. La primera es que ninguno de los dos tenía ningún poder real para cambiar directamente las cosas. Mujica había sido presidente de un país de juguete durante cinco años, entre 2010 y 2015, y su militancia política se limitaba a la emisión de frases hermosas y certeras (cuando le preguntaban) y a la exhibición humilde de una dignidad contagiosa y sin pretensiones. Francisco, por su parte, presidía, es cierto, la institución más antigua del mundo, pero cuya eficacia mundana reside en el puro discurso, que Bergoglio usaba no sólo al margen, sino contra el clericalismo hipócrita y sotanil de la Iglesia. En un mundo cansado de la Historia y de la intermediación institucional, los dos se movían en la misma línea horizontal que la ultraderecha tuitera que zapa la democracia global. Sin poder y en medio de la ruidosa hiperpolítica digital, constituían, sin embargo, su reverso. Ocupaban la misma cúspide de visibilidad que las grandes estrellas de la música o del balón, las cuales mantienen relaciones directas con sus seguidores, sin mediaciones políticas, pero la ocupaban de tal manera que, cuando hablaban, no parecían estar hablando, sino escuchando. La palabra que es escuchada porque parece escucharnos es lo que llamamos “autoridad”, la cosa más rara del mundo y, en realidad, cuando ocurre, la más eficaz: una jerarquía que no emana del poder ni de la fuerza ni del dinero sino de la palabra misma.

La otra conjetura atañe a este carisma dicursivo en un contexto cansado de intermediarios. Quiero decir que las palabras de Francisco y Pepe contenían una fuerza movilizadora que ya solo atribuimos a las imágenes. En un atinadísimo artículo, el bloguero Curb decía de Mujica lo que cabe decir también de Bergoglio: “Lo que emocionaba es que no hablaba de un programa electoral, ni de una reivindicación particular, ni siquiera de un derecho conquistado. Hablaba de una causa. Una causa por la que vivir. Hablaba de la necesidad de fundar otra vida, otra cultura y otra civilización que nos permitiera estar menos solos, menos presos del mercado, más dueños de nosotros, más felices en común”. Podría decirse que dos hombres viejos han reintroducido la vieja consigna del “hombre nuevo”, que en realidad solo triunfó a finales del siglo XX, tras la derrota del socialismo, con la destructiva mutación antropológica del neoliberalismo. El “hombre nuevo” de Francisco y Mujica, dos ancianitos conservadores, pregonaba el retorno, en realidad, de un “hombre antiguo”, más antiguo que Marx, hecho con retales semivictoriosos de luchas seculares: la igualdad, la fraternidad, la compasión, la felicidad sostenible. ¿Qué causa es ésa? La causa, si se quiere, de la sociedad contra la Historia; esa sociedad que, según Margaret Thatcher, no existía y que la ultraderecha quiere llenar de nuevo de falsa biología, autenticidad natural e identidad excluyente.

En vísperas de las decisivas elecciones rumanas, el escritor Iulan Bocai recordaba que el problema de Rumania no es que no funcionen los trenes o la sanidad; no es que no haya Estado sino que no hay ya sociedad. Y advertía contra “la retórica de la salvación y del cambio radical” y contra la incapacidad “de imaginar un futuro político si no es en clave excepcional, como algo que debe surgir de una ruptura total, es decir, precisamente como una imposibilidad”. La izquierda debería tener mucho cuidado para no contagiarse del juego de la ultraderecha retóricamente rupturista. A una población cansada de la Historia no se le puede ofrecer más y más Historia; no se le puede ofrecer la reproducción de una contienda histórica solo funcional al trumpismo español. La ruptura total es imposible y, por eso mismo, no deseable. En España, donde la sociedad aún existe, y además tenemos (por ahora) trenes y sanidad, hay que recordar que la supervivencia de las instituciones democráticas depende del deseo social de conservarlas; y que ese deseo no se alimenta solo de medidas económicas. Escuchemos a los dos viejitos muertos mientras sigan vivos y jóvenes.

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Sobre la firma

Santiago Alba Rico
Santiago Alba Rico es escritor y ensayista. Fue guionista en los años ochenta del mítico programa de televisión 'La bola de cristal' y ha publicado más de 20 libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños, un poemario y una obra de teatro. Sus últimos libros son 'España' y 'De la moral terrestre entre las nubes'.
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