Algunas lecciones de Simone Weil
La heterodoxa pensadora sa abrió nuevos caminos para acercarse a la fragilidad del ser humano en tiempos de desconcierto


En estos tiempos de desconcierto y de guerras, y en los que el mundo parece dirigirse al abismo, resulta tentador buscar alguna iluminación en aquellas figuras que se han acercado de manera radical a la fragilidad del ser humano. Una de ellas es Simone Weil. Albert Camus dijo de uno de sus trabajos, Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social (1934): “Desde Marx, el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada más penetrante y profético”. El escritor Carlos Ortega ha reunido en La firmeza de un nudo (Trotta) una serie de piezas que son una guía inmejorable para empezar a leer la obra de esta filósofa que fue también revolucionaria y mística. Sobre el ensayo que deslumbró a Camus dice que “evidencia de entrada una pérdida total de fe en la revolución, que sólo sirve para el heroísmo inútil de la clase obrera y acaba reproduciendo en su seno los defectos del régimen que derriba” y “una cierta amargura por el fracaso del ideal de la Ilustración que no había logrado quebrar el proceso de especialización en las tareas humanas en el cual reside en última instancia el germen de la desigualdad y la opresión”.
Simone Weil nació en París en 1909 y murió en 1943, y en 34 años tuvo tiempo para crear una obra heterodoxa que todavía hoy sigue ofreciendo herramientas para entender los resortes del poder y las durezas de cualquier esclavitud, y para acercarse a esos instantes en que el hombre “escapa a las leyes de este mundo” y “es capaz de lo sobrenatural”, la experiencia mística. Cuando era adolescente, de Simone Weil dijeron que era “insoportable”. La llamaron también “virgen sucia”, por su desaliño al vestir y el abandono de su cuerpo, o la “Virgen roja”. De Gaulle exclamó que estaba loca cuando propuso en Londres en 1943 participar en la Resistencia contra los nazis llevando enfermeras a los combates en Francia.
Su familia formaba parte de la burguesía de origen judío, pero fue educada como agnóstica. En 1931, era ya catedrática de Filosofía y compartió en Le Puy su sueldo de profesora con los parados. Trabajó en distintas fábricas para saber qué significa vivir como obrero y se alistó en 1936 en las Brigadas Internacionales para pelear en España contra el fascismo. Estuvo en el frente de Aragón con la Columna Durruti, se quemó con el aceite que hervía en una sartén y tuvo que ser evacuada. Su acercamiento a la religión cristiana se produjo tras tres momentos reveladores ―en una aldea cerca de Lisboa, en Asís, en la abadía benedictina de Solesmes―, pero tenía claro que estaba “al lado de las cosas que no tienen cabida en la Iglesia”. Padeció terribles dolores de cabeza.
Una de sus ideas políticas centrales, cuenta Carlos Ortega, es la de “echar raíces, que se opone a la peor de las miserias que puedan sufrirse, la de verse desarraigado, arrancado del mundo”. “Nuestra época tiene la misión de constituir una civilización basada en la espiritualidad del trabajo”, escribe Weil: el reto es borrar cualquier distancia entre el trabajo manual y el intelectual. Ortega observa también que en Simone Weil el esfuerzo de los místicos por anular el yo tiene una correspondencia colectiva. “La parte del alma que dice nosotros es aún infinitamente más peligrosa”, apunta en sus cuadernos en 1943, y Ortega subraya que lo es “porque deja inhábil al individuo frente al magnetismo de lo colectivo, lo inhibe de sus responsabilidades personales”. Una pequeña y enorme lección: la de no esconderse en el falso señuelo del nosotros, y asumir cada uno su propio compromiso.
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