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COLUMNA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La gran sangría de San Isidro

Si el diestro mata el toro de la primera estocada, los estómagos más duros se sentirán aliviados y le concederán la oreja, pero lo más probable es que pinche en hueso una y otra vez en medio de vómitos que finalizan con el descabello

Morante de la Puebla, con su primer toro en una corrida de la pasada feria de San Isidro.
Manuel Vicent

Dentro de unos días se iniciará en Madrid la feria de San Isidro con 24 corridas en las que se van a sacrificar unos 150 toros. Bien o mal contados se realizarán en ella aproximadamente unos 500 puyazos y con cada uno el vástago de acero de la garrocha desde lo alto de un jamelgo parapetado detrás de un colchón penetrará en la carne del animal. Es suficiente con uno para que la sangre le llegue hasta la pezuña. Este tercio de varas, llamado también de castigo, será aplaudido o denostado por el público según sea la pericia o el ensañamiento del picador. Pese a su evidente brutalidad antiestética el aficionado suele valorar este lance como fundamental de la corrida porque sirve para comprobar la bravura del morlaco. A esta carnicería seguirá la suerte de banderillas adornadas con los colores de la bandera nacional y rematadas con un arpón que contribuirá a hacer un estofado en el morrillo de cada toro, que en ese momento ya habrá perdido la orgullosa estampa que traía de la dehesa para ser humillado y convertido en una albóndiga sanguinolenta. Después de realizar su faena con la muleta, valorada según gustos o tragaderas, el matador comenzará a meterle por la paletilla la espada que algunas veces asomará por la tripa y otras entrará a degüello directamente. Si el diestro mata el toro de la primera estocada los estómagos más duros se sentirán aliviados y le concederán la oreja, pero lo más probable es que pinche en hueso una y otra vez en medio de vómitos que finalizan con el descabello. Hasta el año 1927 la lidia del toro solía realizarse mientras en la arena agonizaban con las tripas al aire dos o tres caballos corneados. ¿Quién soportaría hoy semejante espectáculo? Sucede que el aficionado asume como natural esta tortura en público de un animal. De hecho, ni siquiera la ve y si la ve la cambia con gusto por una verónica o pase de pecho. Ahora, con las corridas en plena decadencia una derecha más o menos castiza ha incorporado esta sangría a su ideología. Lo que faltaba.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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