Trump toma nota del antiguo régimen
Los rituales y ceremoniales de la Iglesia católica sirven para soldar los afectos y emociones de los fieles


La religión es un pegamento eficaz para soldar una sociedad bajo la férula de un gran líder. No importa tanto la doctrina que la sostenga, ni las especulaciones teóricas que la justifiquen, ni siquiera la moral que impone a sus seguidores. Lo relevante es cuidar los afectos y las emociones, poner en marcha los ceremoniales y rituales que permiten a los fieles sentirse parte de un todo que les da calor y otorga sentido a sus vidas. De lo que se trata es de poner el foco en el reino de Dios, que no es un reino de este mundo. La tierra prometida. La “edad dorada” de la que habla Donald Trump. La hipótesis de conquistar el cielo. Algo lejano, y que mola mucho. Dentro de poco va a reunirse el cónclave del que saldrá elegido un nuevo papa. Los cardenales se preparan para ponerse en manos de Dios para que les susurre quién tiene que ser el elegido.
Cualquier profano que se asome a este proceso queda deslumbrado por los protocolos que lo rigen. El meticuloso manejo de los tiempos, la cuidadosa disposición de las figuras y los espacios y los colores, los vestuarios de los protagonistas, la información a cuentagotas, el espectáculo. Nadie va a saber a ciencia cierta de qué van a tratar los cardenales, el misterio es una condición esencial para que los engranajes operen a la perfección. Como mucho, habrá unas fumatas, que darán cuenta de la marcha de las votaciones, poco más. Cada seguidor, con el alma en un puño. Es como si las cosas ocurrieran en algún lugar en medio de las tinieblas, pero la promesa es la luz. No hay otra que esperar.
J. D. Vance, el vicepresidente de Estados Unidos, fue el último mandatario al que recibió Jorge Mario Bergoglio. Y su jefe, Donald Trump, asistió en un destacado lugar a su imponente funeral. Los líderes del nuevo orden han ido corriendo al Vaticano para aprender de la Iglesia católica. No es que tengan interés en sus homilías, ni en sus elucubraciones teológicas ni en sus mandamientos; lo que quieren conocer es cómo operan sus espléndidos ceremoniales. Y saber así cómo asegurar los afectos del rebaño y activar sus emociones para conducirlo a esa nueva edad dorada que prometen con tanto énfasis. Ya Trump ensayó en los jardines de la Casa Blanca salir con una pizarra donde tenía apuntados los aranceles como si fuera un Moisés redivivo con las nuevas tablas de la ley.
“La única manera de impedir a los hombres ser absurdos y malvados es ilustrarlos”, decía Voltaire, y reclamaba la razón como única arma para combatir un monstruo hecho de certezas inamovibles y oscuridades. No corren buenos tiempos para aquellos filósofos que combatieron el antiguo régimen y que pretendieron darle autonomía al individuo para que tomara las riendas de su vida y construyera su futuro mano a mano con sus iguales. Hoy tienen predicamento otras figuras. Vladímir Putin, por ejemplo, recuperó a un filósofo monárquico y simpatizante del fascismo, Iván Ilyín, para darle forma a su proyecto imperial. En 2005, repatrió sus restos desde Suiza y los enterró de nuevo en el monasterio Donskói, de Moscú. Ilyín defendía el alma rusa: tras haber sufrido un montón de penalidades, estaba dotada de una fuerza espiritual especial, cuenta Orlando Figes en La historia de Rusia (Taurus), para conducir a su país a “su renovación nacional como imperio santo en Eurasia”. Demasiada peste a santidad; no resultaría extraño que Trump resucitara el alma americana de algún paraje del lejano Oeste para montarse en sus grupas e imponer un tercer mandato. Esa suerte de eternidad.
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