Seis meses sin rastro de Eli, Francisco y José Javier: “Sin cuerpo que enterrar, la incertidumbre te come por dentro”
Las inundaciones del pasado 29 de octubre dejaron 228 muertos en Valencia. Los cuerpos de tres de ellos todavía no han sido localizados. “Es muy duro no poder iniciar el duelo ni tener un lugar donde llorarles”, lamentan sus familias

Aquella tarde llovía mucho en Cheste. Elvira recogió a su hija Eli, como cada día, para llevarla en coche a su trabajo como camarera de piso en un hotel cercano. Eli no tenía carné de conducir, así que su madre, que trabajaba en el mismo hotel que ella pero en horario de mañana, hacía a diario cuatro viajes. La llevaba y la recogía. Ese día había más tráfico del habitual. Y cada vez caía más agua. Llegaron a uno de los puentes por los que solían pasar y lo estaban cortando por riesgo de colapso. Un policía les recomendó que volvieran a casa, que el tiempo estaba muy feo, pero ellas decidieron intentar llegar por otro camino. En ese momento la situación no parecía extrema y las autoridades no habían dado ninguna indicación. Elvira y Eli avisaron a su jefe de que les estaba costando llegar y mandaron un vídeo con la lluvia y el atasco. Eran las 16.58 del 29 de octubre de 2024.
El trayecto que habían emprendido se fue complicando muy rápidamente. En media hora se vieron dentro de un océano. No había carretera. El coche flotaba, el agua llegaba al parabrisas y estaba entrando en el interior. Alrededor de ellas solo había olas. Mandaron un angustioso segundo vídeo. Eran las 17.31. El organismo de gestión de emergencias puesto en marcha por la Generalitat valenciana, el Cecopi, había empezado tan solo media hora antes y Carlos Mazón aún estaba tranquilamente en el restaurante El Ventorro con una periodista, completamente ajeno a lo que pasaba en su comunidad autónoma. En algunos pueblos la gente ya se estaba ahogando, pero Mazón ni siquiera había hablado aún con su consejera de Interior, Salomé Pradas. No lo hizo hasta las 17.37.
El segundo video que mandaron desde el coche es la última noticia que se tiene de Elvira y Eli. Lo que pasó esa tarde y esa noche es historia: la mayor catástrofe natural que ha vivido la provincia de Valencia en medio siglo, con 228 muertos y centenares de miles de afectados. Pero la dimensión de la tragedia se fue conociendo poco a poco. Los dos días siguientes fueron un caos. En Cheste no había luz ni teléfono y nadie tenía muy claro dónde le había pillado la dana a cada cuál ni quién estaba vivo o muerto.
Finalmente, el día 31, alguien escribió en el chat familiar: “La Eli y la Elvi se fueron a trabajar el día 29 y no se sabe nada de ellas”. Denunciaron la desaparición y las buscaron durante días y semanas sin descanso. Nada. Ni rastro.
El cuerpo sin vida de Elvira Martínez, de 62 años, apareció finalmente el 10 de noviembre, unos 10 kilómetros más abajo del lugar en el que habían grabado el vídeo, junto a unos naranjos. El coche, que ya era solo un amasijo de hierros, lo hizo meses después. De Elisabet Gil, de 37 años y madre de dos hijos, no ha vuelto a saberse nada. Es una de las tres víctimas mortales de la dana junto a Francisco Ruiz, de 64, y a José Javier Vicent, de 56, cuyos cuerpos, seis meses después de la tragedia, siguen sin aparecer.

“Las muertes de la dana son todas terribles, espeluznantes, como de película de terror”, dice Ernesto Martínez, hermano de Elvira y tío de Eli, que nos recibe en su casa de Chiva vestido de negro y con una camiseta con las fotos y los nombres de las dos mujeres. “Pero yo al menos a mi hermana pude velarla y podemos ir a llevarle flores al cementerio. Con mucho dolor, hemos podido empezar el duelo por ella, y eso te permite seguir adelante. Pero con Eli no es posible. Cuando no puedes enterrar a alguien, la incertidumbre te mata, te come por dentro. Tu mente no asimila que alguien ha muerto hasta que lo ve y se despide. Todos los seres humanos nos merecemos una sepultura digna”.
Ernesto se ha convertido en el portavoz de la familia. Su sobrina, una bella mujer de ojos claros, dejó dos hijos, Iván, de 19 años, y una pequeña de cuatro, Valeria. Iván se ha quedado viviendo con su abuelo, el viudo de Elvira —llevaban juntos desde que ella tenía 17 años—, que ahora está hospitalizado por una enfermedad. La niña vive con su padre y su abuela.
Eli es la única de los tres desaparecidos que aún no ha sido declarada fallecida de forma oficial. No hay nada raro detrás. Solo que la familia inició más tarde el expediente. “Su hijo Iván lo fue posponiendo”, explica Ernesto. “Yo creo que porque creía que si pedía la declaración de fallecimiento estaba de alguna forma traicionando la memoria de su madre, la posibilidad de que apareciera viva”.
El Ayuntamiento de Cheste les ha ofrecido ayuda psicológica y la están recibiendo Iván y algunos otros de la familia. Porque aparte del dolor extra que supone que no aparezca el cuerpo de un familiar, la mayoría de las muertes por la dana comparten un elemento de angustia extrema: los familiares por lo general no saben cómo murieron sus seres queridos, cuánto tiempo duró su agonía final, cuánto miedo pasaron, si se ahogaron despacio... Imaginar las últimas horas y minutos de los fallecidos se ha convertido en una pesadilla recurrente para muchos, algo que no se pueden quitar de la cabeza. Le pasa a Ernesto, que ha repasado mentalmente millones de veces el recorrido del coche de su hermana y su sobrina intentando hacerse una idea de lo que pudo pasar. Y les pasa a tantos y tantos otros familiares de las víctimas mortales de la riada.
Mientras estamos hablando en casa de Ernesto suena el timbre. Él trabaja en la ONCE, está muy en o con personas con discapacidad y va a entregar a una familia una silla de ruedas plegable. Él mismo tiene secuelas de una polio infantil que le dejó una notable cojera de por vida y mucha capacidad para resistir los embates de la vida. El hombre que entra para recoger la silla aparece acompañado de dos mujeres. Enseguida se ponen a hablar de la dana y una de ellas, Pilar, cuenta con los ojos empañados en lágrimas que su marido falleció engullido por el fango en un garaje en Catarroja. Bajó al aparcamiento y nunca más volvió a verlo. Durante meses estuvo buscando a algún testigo directo de lo que pasó, a alguien que pudiera darle detalles de lo sucedido. “No me quito de la mente si sufrió cuando se ahogó”, dice entre lágrimas. Pero cuando apareció una oportunidad de hablar con uno de los vecinos que acompañaron a su marido, dudó. “Al final, prefiero pensar que se dio un golpe con algún coche y se quedó sin conocimiento y no se enteró de nada”.
Durante estos meses de duelo Ernesto ha forjado una amistad de hierro con Saray, la hija de otro desaparecido, Francisco Ruiz. Quedamos los tres en un parque de Montserrat, el pueblo en el que vive Saray y donde desapareció su padre. Su rastro se perdió un poco más tarde que el de Eli y Elvira, sobre las 18.10.
Saray es peluquera y trabaja en Torrent, a 15 kilómetros de su pueblo. Tiene dos hijos, de 10 y 5 años. Ese día habían suspendido las clases en varios municipios por las alertas de la AEMET. Fue probablemente la única medida con sentido que se adoptó, junto con la suspensión de las clases de la Universidad de Valencia. Como nadie les dijo que fuera peligroso desplazarse por la provincia, Saray se fue a trabajar como cada mañana y los niños se quedaron con los abuelos en Montroi, a unos ocho minutos en coche de su casa.
A mediodía se fue la luz, internet, todo… y Saray ya no pudo hablar más con su familia. En esa zona, a diferencia de pueblos como Paiporta o Catarroja en los que el barranco del Poyo se desbordó sin que cayera una gota de agua, sí llovía. Llovía mucho. Cada vez más. Viendo el panorama, la jefa de Saray le dijo que se fuera antes a casa y ella aprovechó que una clienta iba hacia Montserrat para que la acercara. “Eran sobre las cuatro y media de la tarde y de pronto empezó a llover a lo bestia”, recuerda. “Pero a lo bestia de verdad. Estaba todo muy oscuro. Mandé un audio a mis padres diciéndoles que si estaba mal la cosa no llevaran a los niños a casa. Pero claro, nunca les llegó. No tenían whataspp. Durante ese trayecto empecé a tener mucha angustia, como cuando tienes un presentimiento de que algo va a ir mal”.
Mientras tanto, sobre las seis, su padre decidió salir y llevar a los niños a casa de Saray. Al fin y al cabo, sus casas están muy cerca. “Si veo que está mal el camino nos volvemos a casa”, le dijo a su mujer. Pero luego fue todo tan rápido que no hubo marcha atrás. Francisco no lo sabía, pero en el mismo Montroi, en la parte más cercana al río Magro, hacía rato que todo se estaba yendo de madre. Este vídeo está grabado a pocos kilómetros de donde desapareció el padre de Saray y es de las 16.50 de la tarde. A esas horas, el Cecopi ni había comenzado la reunión y a Mazón aún le quedaba al menos una hora de comida y sobremesa.
Francisco metió a los chiquillos en el coche e hizo su trayecto de siempre, que incluye un caminito pequeño entre los campos. Al final del camino las cosas se complicaron. Había ya mucha agua. Chocaron contra una señal de stop y se empotraron en una palmera. La fuerza de la corriente era tan salvaje que lo único que pudo hacer Francisco fue subir a sus nietos a lo alto del coche para ponerlos a salvo. Se sujetaron los tres como pudieron. Los niños se apoyaron en el tronco de la palmera, pero el abuelo quedó sin sujeción. En algún momento perdió el equilibrio y cayó. No se supo más de él.

Un vecino rescató a los niños unas horas después, cuando el agua bajó un poco, tras verlos solos y en equilibrio sobre un coche. Los llevó a su casa, los duchó, les dejó pijamas de sus hijos y llamó a la policía. Mientras tanto, Saray esperaba sola en su casa. No sabía nada de su familia. Hasta que, a las 23.30, unos agentes llamaron al timbre y aparecieron sus hijos
— El yayo ha muerto, mamá —dijo la pequeña—. Se cayó del coche y se ha muerto.
— No, se ha ido nadando —sostuvo el mayor.
Eran las dos versiones de los niños, una más esperanzada que la otra, de lo que habían vivido aquella tarde de horror.
Como en el caso de Eli, a Francisco lo buscaron por tierra, mar y aire. Saray y su hermano han recorrido la zona una y mil veces junto a voluntarios, la Guardia Civil, la UME, y todos los que han participado en las labores de rescate. Su gorra y sus zapatos aparecieron a unos 300 metros de donde estaba el coche. Los encontraron unos bomberos ses. “Recuerdo los días de la dana como una película de Mad Max”, relata Saray. “Buscando por hospitales, por los campos, por todas partes. Pensando todo el rato en la trayectoria que pudo seguir”.
Seis meses después, está empezando a perder la esperanza. “Se ha rastreado toda la zona y nada, es como si se hubiera evaporado”, dice Saray. “Quizá llegó al mar. Quizá ya nunca lo sabremos. Soy consciente de que cada vez es más difícil que aparezca. Los perros de rescate, por ejemplo, ya no sirven. Ya no son capaces de oler nada”. A ella también le vienen imágenes constantemente de cómo pudo morir su padre. “Aunque no quieras, te lo imaginas. Y, por otro lado, como no aparece no acabas de hacerte a la idea de que ha fallecido ni tampoco puedes llorarle en ningún sitio”. El recuerdo de Francisco lo lleva ahora siempre consigo. Se ha tatuado en el brazo una imagen de una foto familiar de él con sus nietos, los dos niños a los que Francisco salvó la vida subiéndolos a un coche antes de morir llevado por la corriente.
Su madre, que esperó sola durante toda la noche a que Francisco regresara a casa, vive ahora con Saray y sus hijos. A ellos nadie les ha ofrecido ayuda psicológica. Esto va por ayuntamientos. El de Cheste sí lo ha hecho con la familia de Eli, pero el de Montserrat no ha hablado con la de Saray. Ella y Ernesto forman parte de una recién constituida asociación de víctimas mortales de la dana y su primera iniciativa es lograr asistencia psicológica para todos. “Creo que es importante que los niños puedan hablar con un especialista de lo que vivieron ese día”, opina Saray. “Ha sido una experiencia extremadamente traumática”.
El tercer desparecido es José Javier Vicent. Su hija de 30 años y él fallecieron en la dana cuando el agua arrolló su casa de Pedralba arrasando con todo. El cuerpo sin vida de la chica, con síndrome de Down, apareció a varios kilómetros de distancia. Pero no el del padre. Su viuda hace un tiempo que dejó de hablar con los medios. “Esa mujer lo ha perdido todo”, explican Saray y Ernesto. “Es una situación muy muy difícil”.
Los que sí quieren hablar, como Saray y Ernesto, lo hacen porque quieren que la búsqueda no se olvide. Y porque para ellos es importante que lo ocurrido en la dana se siga investigando. Los dos han declarado ya ante la jueza de Catarroja que lleva la investigación, en quien tienen depositadas todas sus esperanzas. “Nos ha devuelto la fe en la justicia”, dice Ernesto.
“Yo creo que aquí falló todo”, opina. “Desde luego la prevención, porque durante años nadie se ha tomado en serio que todo esto es terreno inundable. Y por supuesto la gestión de la emergencia cuando ya la teníamos encima. Se podrían haber salvado muchísimas vidas”. “Carlos Mazón y Salomé Pradas tienen que dar explicaciones claras de lo que hicieron ese día y asumir sus errores”, añade Saray. “Como lo haríamos cualquiera de nosotros en nuestro puesto de trabajo. Creo que es lo mínimo que nos merecemos las víctimas y la única forma de que podamos pasar página en condiciones. Sin mentiras. Han pasado seis meses y seguimos sin saber la verdad”.
La familia de Ernesto enterró a Elvira el pasado mes de noviembre en el cementerio de Cheste, pero 166 días después todavía no tiene lápida. “Ellas querrían estar juntas, así que estamos esperando a Eli”.
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