Madrid homenajea a la marchadora María Vasco a los 25 años de su bronce en los Juegos Olímpicos de Sidney
El plusmarquista mundial Yamanishi y la mexicana Alegna González se imponen en la Gran Vía en los 10 kilómetros del Gran Premio madrileño, que experimenta con un chip electrónico


En las escaleras del Capitol, sobre la alfombra azul de los grandes estrenos, Jane Saville y María Vasco se abrazan y recuerdan un 28 de septiembre de hace 25 años en Sídney. Hablan de cómo la descalificación de la australiana en el túnel de entrada al Estadio Olímpico le valió a la catalana el bronce en la prueba de 20 kilómetros marcha, la primera medalla olímpica del atletismo femenino español. A la vuelta de la esquina, la china Liping Wang, la campeona olímpica de entonces, vigila el calentamiento de las marchistas de su país a las que entrena.
Sin más nostalgia que la que se pueda tener por asuntos ya enterrados, Saville y Vasco hablan más del futuro aún vivo que del pasado. A Vasco, de 49 años, la medalla le cambió una vida aún dedicada, en Menorca, a la actividad física como entrenadora personal y de mujeres que corren. “A lo mejor queda un poco egocéntrico decirlo, pero mucha gente que me ha escrito estos últimos años me ha dicho que se enamoró de la marcha atlética por mí o que me tienen como una referente o ídolo”, dice a la agencia Efe. “Me siento orgullosa de ser la primera mujer española en conseguir una medalla olímpica en atletismo y encima en marcha”.
Saville, de 50 años, no guarda amargura en su corazón, entre otras cosas porque cuatro años después de Sídney, en Atenas 2004, logró su medalla olímpica. Vive en Oliva (Valencia) de toda la vida con su marido, el ciclista Matt White, profesional y exdirector del Jayco (bajo su guía, Simon Yates ganó la Vuelta del 18 tras haberse autodestruido cuatro meses antes en el Giro), y su corazón está en los marchadores a los que entrena en el club de atletismo local y, más aún, en su hija, marchadora —“ah”, lamenta, “y compite con el apellido White…, qué le vamos a hacer”—, y sus hijos, ciclistas, atletas, deportistas que disfrutan de las adaptaciones genéticas que han heredado de sus padres, elegidos para el deporte. “Pero que no olviden que tienen que trabajar”, recuerda. “Con el talento solo no vale”.
Luego, discretamente, la australiana de Oliva hace mutis por el foro y deja todo el escenario para Vasco, que se emociona y llora cuando recibe el homenaje del Gran Premio de Marcha que invade Madrid una mañana de primavera con calor de canícula veraniega.

La fauna mestiza y multicultural en la Gran Vía un domingo al mediodía, rica y variada de habitual —turistas de selfis y maletas de ruedas Google Maps en mano a la busca de su Airbnb, turistas de compras, de vermú, y algún madrileño despistado, borrachos legañosos y pupilas dilatadas de after hours oscuros…—, se multiplica el primer domingo de junio con una cohorte de atletas, marchistas olímpicos de ondulante caminado, como bellamente los describe Jorge Zepeda, que sustituyeron a los coches en los carriles de asfalto, cuesta arriba, cuesta abajo, de la Red de San Luis al cruce de San Bernardo, y 10 vueltas, 10 kilómetros, levantaron la iración de los ociosos en las aceras abarrotadas y la envidia de los runners, que ni queriendo podían correr tan deprisa como los atletas marchaban. No es un reclamo turístico más en el Madrid de las terrazas y las tapas, sino una competición importante y muy seria. Los atletas son de los mejores del mundo y una cincuentena de entre ellos llevan insertado entre los cordones de sus zapatillas atómicas un chip que mide su adherencia al suelo.
No parece que los 15 gramos de peso en cada zapatilla de la célula electrónica frene ni el ánimo ni la marcha, acelerada cuesta abajo, trabajada en las subidas, de la espigada y ondulante mexicana Alegna González, que se impone (43m 6s) entre las mujeres a la peruana Evelyn Inga (43m 51s), ni del veloz japonés Toshikazu Yamanishi (38m 50s), compacto y musculosos y reciente plusmarquista mundial de los 20 kilómetros, que supera al medallista olímpico brasileño Caio Bonfim (38m 55s).
Ninguno de ellos tampoco, nadie en realidad, hace saltar la alarma del chip que revela si en algún momento mantienen los dos pies en el aire, es decir, corren más que andan. “Es una prueba experimental”, explica Javier Rosell, profesor de la Universitat Politècnica de Catalunya y diseñador del instrumento, que controla desde su ordenador los datos que envían vía bluetooth los pies de los atletas que lo portan. “Queremos demostrar que funciona y que es útil como medio objetivo de determinar la validez de la marcha. Lo que el ojo humano de los jueces no pueden apreciar, el chip lo hace. Podría ya ser utilizado oficialmente, pero antes la federación internacional debe regularlo, fijar el umbral, las centésimas de segundo de ambos pies volando, 50, 40, las que sean, que determinen que es marcha irregular, y cuántas veces, en qué plazo…”
Menos optimista en cuanto la cercanía de su uso es Luis Saladíe, sabio de la marcha, una especialidad con un problema de credibilidad que afecta a su lugar en Mundiales y Juegos Olímpicos, y directivo de la federación española. “Antes de aplicar la tecnología, debemos decidir qué marcha queremos”, explica, mientras observa cómo cuesta abajo en la Gran Vía marchadores y marchadoras no tienen más remedio que correr. “O la marcha tradicional, de hace 40, 50 años, o la actual, mucho más rápida. La marcha de 16 kilómetros por hora o la de 14… Y después, fijar el umbral del chip… Hay que buscar un consenso con todas las escuelas de marcha, la italiana, la china, la japonesa, la española… Y creo que hasta 2029 no será posible”.
Más pegados al día, y al asfalto madrileño recalentado al sol del mediodía, los marchistas celebran el fin de la competición aplaudiendo a su anfitrión y organizador del Gran Premio, el marchista madrileño Diego García, que termina su actuación 1m 38s más tarde que Yamanishi.
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