Winter y la utopía de un Chile sin clases
Lamentablemente, su planteamiento carece de definiciones rigurosas y fundamentos claros que permitan comprender con precisión qué tipo de cambio propone y qué sociedad tiene en mente
En una reciente entrevista en El País, el candidato presidencial del Frente Amplio, Gonzalo Winter, manifestó su aspiración de que Chile se convierta en una “sociedad sin clases sociales”. Según explicó, dicha ambición constituye el núcleo de su adhesión al legado allendista y permitiría, en su opinión, alcanzar mayores niveles de eficiencia y desarrollo. Lamentablemente, su planteamiento carece de definiciones rigurosas y fundamentos claros que permitan comprender con precisión qué tipo de cambio propone y qué sociedad tiene en mente. Sin embargo, la insistencia del candidato en este anhelo sugiere que su idea merece ser analizada con mayor detenimiento.
Para aquilatar la propuesta de Winter, urge clarificar qué se entiende por clases sociales. En la tradición marxista, estas se conciben como posiciones diferenciadas dentro de las relaciones de producción, asociadas a intereses objetivos. Esta definición fundacional ha sido enriquecida por la tradición weberiana, que introduce las nociones de estatus y poder como vectores relativamente autónomos de la clase; por Pierre Bourdieu, quien destaca la reproducción e internalización simbólica de las clases sociales; y por Erik Olin Wright, quien problematiza el carácter contradictorio de los intereses de las clases medias. Más que definiciones unívocas o cerradas, estas perspectivas revelan la complejidad del concepto de clase social, cuya simplificación empobrece el debate público.
Ahora bien, las clases no son la única forma de desigualdad que ha estructurado las sociedades humanas históricamente. Desde las formas de organización social más rudimentarias, los seres humanos han operado sobre algún principio jerárquico. Primero, en la figura del líder del clan; luego, mediante la distinción entre nobleza y pueblo llano; y finalmente, a través de las clases sociales, cuya novedad radica en que su principio legitimador ya no se funda directamente en rasgos adscritos como la genealogía, la etnia o el género. Sin embargo, la movilidad social sigue estando fuertemente condicionada por estos mismos atributos, y por mecanismos de transmisión intergeneracional de distintas formas de capital—económico, educacional, cultural—, entre otros.
Frente a esta persistencia, las izquierdas han desarrollado dos estrategias para debilitar la centralidad de la clase en la distribución de bienes, servicios y privilegios. La primera, de corte reformista, ha intentado alcanzar este objetivo mediante una fuerte carga impositiva y gastos progresivos en el marco de regímenes democrático-liberales. Experiencias como las de los países nórdicos son exponentes destacados de esta vía. Cabe recordar, sin embargo, que ninguno de estos países ha pretendido abolir las clases, sino mitigar sus efectos más corrosivos. Por contrapartida, la segunda estrategia, de carácter revolucionario, ha aspirado a suprimirlas mediante transformaciones radicales, como la expropiación masiva de los medios de producción. Paradójicamente, estos experimentos han dado lugar a nuevas formas de estratificación, donde el poder burocrático reemplaza al capital como mecanismo de diferenciación, consolidando élites político-istrativas que monopolizan el a recursos estratégicos

Este cuadro se torna aún más complejo en sociedades contemporáneas funcionalmente diferenciadas, como las describe Niklas Luhmann. En ellas, la organización social se articula en torno a subsistemas autónomos —como la política, la economía o la ciencia— que operan bajo sus propias lógicas y criterios de legitimidad. En ese contexto, las clases no desaparecen, pero su función estructurante se diluye en la medida en que cada sistema produce sus propias jerarquías. Así, aunque formalmente cualquier individuo puede aspirar a una posición académica o política, el a las cimas de dichos campos está mediado por redes de influencia y capital simbólico, así como por la capacidad de internalizar las reglas del juego específicas de cada ámbito funcional.
Teniendo cierta claridad sobre los aspectos fundamentales de esta discusión, resulta pertinente interrogar la noción de clase que subyace a la propuesta de Winter. Si su interpretación se aproxima a la tradición marxista, cabe preguntar cómo planea transformar las relaciones de producción en un horizonte de cuatro años, sin desencadenar una crisis económica profunda. Si, en cambio, su énfasis recae en las dimensiones simbólicas y culturales, es razonable observar las trayectorias de quienes encarnan el proyecto frenteamplista, pues en ellas también se reproducen formas de vida y prácticas que perpetúan jerarquías sociales. Finalmente, si su objetivo es resolver las contradicciones propias de las clases medias, conviene recordar que la estrategia impulsada por su sector durante el proceso constitucional de 2022 profundizó esas fracturas, y contribuyó a su derrota electoral.
Adicionalmente, conviene examinar las promesas de eficiencia que Winter asocia a la disolución de las clases sociales. Si su referencia es el socialismo real, se impone una discusión sobre las consecuencias autoritarias que históricamente han acompañado la centralización del poder invocando la igualdad. Si, por el contrario, su inspiración proviene del modelo escandinavo —que Winter parece invocar—, entonces la aspiración no es eliminar las clases, sino construir un Estado capaz de contener sus efectos más disruptivos y desmontar aquellas jerarquías que arriesgan la legitimidad de un orden social funcionalmente diferenciado, que está en la base de su desarrollo y eficiencia. Incluso en el caso paradigmático de China, su acelerado desarrollo coincide con un proceso de restauración del estatus de muchas élites pre-revolucionarias, socavando toda pretensión de igualdad estructural.
La banalización de esta discusión no solo erosiona la calidad del debate público, sino que alimenta expectativas poco claras. Nos arrastra a una lucha quijotesca contra un concepto que es solo una de las caras de la desigualdad en una sociedad funcionalmente diferenciada. Si su anhelo de mayor igualdad es genuino, debería esclarecer las condiciones que harían viable un horizonte de mayor igualdad, sin caer en simplificaciones que, lejos de convocar, desconciertan incluso a quienes ven en la desigualdad un problema relevante. No vaya a ser que, por ignorancia o cálculo electoral, termine desdiciéndose de sus sueños con la misma facilidad con que vinculó la llegada de “trenes eléctricos, mejores empleos y baterías de litio” al fin de las clases sociales. Porque de esa gimnasia argumental, ya hemos tenido suficiente.
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