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Ningún emigrante está a salvo en Nueva York

El Gobierno de la ciudad santuario colabora con la istración Trump en la detención indiscriminada de indocumentados, incluso dentro de los juzgados

Orleynis Salas frente al edificio 26 Federal Plaza, Nueva York, el pasado jueves
Carla Gloria Colomé

Por un momento nada distorsiona el cuadro habitual frente al edificio 26 Federal Plaza, en la kilométrica avenida Broadway. Los oficinistas salen de Starbucks con el café mañanero en la mano, la chica apura el paso para tomar el subway, las interminables y a menudo molestas obras de construcción resuenan en plena calle. Si algo rompe esa normalidad es el rostro de Orleynis Salas, de 29 años, estatura baja, ojos color café y a punto del llanto. Los oficiales de ICE se llevaron a su esposo.

Salas forma parte de la caravana humana que da vueltas alrededor del edificio de la corte de inmigración de Nueva York. Son 15 personas, la mayoría emigrantes, que siguen en fila al padre Fabián Arias, un líder religioso argentino que se ha convertido en una especie de protector de los indocumentados de la ciudad. En cada recorrido a la manzana, que dura aproximadamente 10 minutos y un número incontable de pasos, todos marchan en silencio, dejando atrás las garitas, los guardias de seguridad, los policías, los turistas y los monumentales edificios que pueblan esa zona del bajo Manhattan.

Serán siete vueltas al Federal Plaza, como siete fueron las vueltas del pueblo de Israel alrededor de Jericó, cuando las puertas de la ciudad estaban cerradas para que nadie entrara ni saliera. Al séptimo día, el pueblo de Israel gritó fuerte, tan fuerte como pudo, para derribar los muros. El pasaje bíblico Josué 6:1-5 lo anunció: “Entonces las murallas de la ciudad se derrumbarán, y el pueblo podrá entrar directamente en ella”. Es lo que quisieran los migrantes ahora, que el edificio donde se decide el futuro de todos los indocumentados de Nueva York se abriese para ellos.

Cuando el grupo liderado por el padre Fabián llega por séptima vez a la entrada del edificio de la corte —al mismo en que cada mañana entran decenas de personas a defender sus casos de asilo ante el juez o a sus citas rutinarias con la autoridad—, la caravana se detiene, leen oraciones, soplan un cuerno y gritan alto y fuerte como para que los oiga el último juez, el último funcionario, el último policía y, desde hace unos días, el último agente del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), una entidad que ahora se ha sumado a las audiencias de migrantes.

En todo este tiempo Salas no para de llorar. Está esperando un milagro. El pasado 26 de mayo, Memorial Day en el calendario, Salas aprovechó junto a su esposo el día libre de los niños y fueron hasta el muelle de Homeport Pier, en la costa este de Staten Island, para visitar alguno de los buques a los que permiten entrar a los neoyorquinos como parte de las actividades de la Fleet Week, o la Semana de la Armada. Llegaron atraídos por los barcos, portaaviones y fragatas, e iban a irse extasiados ante el alarde de la marina estadounidense.

El sol brillaba. Salas tenía una blusa sin mangas, unas gafas casi extravagantes y el cabello bien peinado. Se detuvo en posición coqueta. Sacó el celular. Sonrió. Se hizo una selfie. Lo que no sabía es que los hombres vestidos de civil que aparecen en el fondo de la foto, a sus espaldas, en realidad eran agentes que luego detendrían a su esposo Jameson Arias, venezolano como ella, de 30 años. Estaban en la fila, a punto de abordar uno de los buques.

“Nos pidieron nuestros ID. Mi esposo presentó su licencia de conducir y yo mi real ID. No pensé que había problemas”, cuenta Salas.

Orleynis Salas muestra una foto de su familia.

Arias había llegado hace tres años a Estados Unidos desde Perú, país en el que se asentó la familia en 2020 tras abandonar la casa de Punto Fijo, en el Estado venezolano de Falcón. Ella y los niños se le unieron hace dos años. Se fueron a vivir al Alto Manhattan. Comenzaron a inventar una nueva vida: los niños a la escuela, ella a su trabajo de limpiapisos, él como agente de seguridad. Todo iba bien. Se puede decir que eran, al menos, una familia feliz.

Hasta el día en que se llevaron a Arias. Los sacaron de la fila de visitantes en Homeport Pier, los condujeron a otro sitio, les tomaron las huellas, les pidieron su dirección domiciliar, les hicieron fotos a sus identificaciones. “Ya ahí pensé que había algo raro, pero nosotros no teníamos ningún miedo, porque no somos ningunos criminales como para tener miedo”.

Media hora después, los oficiales le dijeron a Arias que se despidiera de su familia, que estaba detenido. Luego lo trasladaron al edificio de Federal Plaza y, más tarde, a un centro de detención en Pensilvania, desde donde llama a su esposa a diario, sin saber exactamente por qué está donde está, o cuánto durará ese encierro.

“¿Por qué?”, se pregunta ahora Salas. “Sin ningún motivo dijeron que quedaba bajo custodia de ICE y se lo llevaron”.

Así mismo han detenido a cientos de migrantes en Nueva York, y con miles en todo el país, con el fin de alcanzar la cuotas de 3.000 detenciones diarias, o el equivalente a más de un millón en el primer año que el Gobierno ha prometido a sus votantes. La cacería para cumplir con esos números se ha intensificado en las últimas semanas.

Los agentes de ICE no están solo en la calle, ni tocan las puertas de las casas, ni van detrás de quienes tienen tatuajes de coronas y rosas, ni de los supuestos criminales que perjudican la tranquilidad y el bienestar de los estadounidenses. ICE también se ha colado ahora en las salas de juzgados de Miami, Los Ángeles, Phoenix o Las Vegas. Y también en las de Nueva York, que presumía de ser una ciudad santuario, pero que ya no es un sitio seguro para los indocumentados.

El gobierno del alcalde Eric Adams se mostró colaborativo con la istración de Donald Trump desde sus inicios. Fue de los primeros en dar el paso de cerrar los albergues ubicados por toda la ciudad, donde se alojaban miles de migrantes que llegaron expulsados desde Estados como Texas en medio de la crisis de 2022. También ha trascendido la colaboración de la policía de la ciudad con el DHS, o las redadas en los cinco barrios, como la que a finales de abril terminó con 206 migrantes detenidos.

La última política de detención en los juzgados ha hecho que varios activistas vayan con pancartas hasta las puertas no solo del Federal Plaza, sino también de otros edificios federales donde saben que van a encontrar migrantes, como el de la calle Varick o el Ted Weiss, todos en el área de Downtown Manhattan. La prensa local informa de varios arrestos en el interior de esos edificios: el de un pastor de Queens, que intentó interceder en una de las detenciones; el de Dylan, el estudiante venezolano de 20 años residente de El Bronx; o incluso de ciudadanos estadounidenses que protestaron por la redada.

Aunque no hay un patrón fijo que explique por qué están arrestado a unos migrantes y no a otros, la abogada Liudmila Marcelo explicó a EL PAÍS que se trata de extranjeros que llevan menos de dos años en el país, que no tienen un caso de asilo en corte o que el juez determina que su asilo es débil y no merece llegar a una corte final. Una vez que el juez propone la desestimación del cargo, y el migrante engañosamente acepta, llega un proceso de “deportación expedita”.

Varias organizaciones locales ya han denunciado el modus operandi. La organización Make the Road Nueva York destaca el peligro que corren buena parte de los emigrantes en la ciudad. “Estas recientes detenciones del ICE demuestran una vez más el flagrante desprecio que esta agencia tiene hacia los inmigrantes y sus derechos, incluso cuando estos hacen lo correcto y se presentan a sus citas en los tribunales”, dijo Natalia Aristizabal, subdirectora de la organización: “Cuando el Gobierno puede activar y desactivar los derechos al debido proceso a su antojo, nadie está a salvo”.

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Sobre la firma

Carla Gloria Colomé
Periodista cubana en Nueva York. En EL PAÍS cubre Cuba y comunidades hispanas en EE UU. Fundadora de la revista 'El Estornudo' y ganadora del Premio Mario Vargas Llosa de Periodismo Joven. Estudió en la Universidad de La Habana, con maestrías en Comunicación en la UNAM y en Periodismo Bilingüe en la Craig Newmark Graduate School of Journalism.
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