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Tribuna
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Gaza: ¿dónde está la ciudadanía europea?

Hace dos décadas la sociedad civil se manifestó contra la guerra antes de que lo hicieran los cargos públicos; hoy ya no ocurre lo mismo

Un niño entre las ruinas de una casa en Gaza, este lunes.
Mar Gómez Glez

¿Se acuerdan de las manifestaciones contra la guerra de Irak de hace veinte años? ¿Por qué no se repiten ahora? Entonces, la sociedad civil iba por delante de las instituciones. Las masivas protestas vinieron antes de la invasión. Es verdad que la especial significación del Gobierno de nuestro país en aquel entonces podría explicar parte del elevado número que tomó las calles. La participación se contaba en cifras de seis dígitos. Pero tampoco se trató de un asunto puramente nacional. En Roma se batió un récord Guinness con alrededor de tres millones de personas marchando contra la invasión. Entonces no teníamos redes sociales en donde dar nuestra opinión al mar digital. Facebook se creó un año después. La demostración de la voluntad popular se hacía como se venía haciendo desde siempre: tomando la calle. Las manifestaciones unen el lenguaje de la peregrinación, que muestra el compromiso personal; con el piquete de huelga, donde se ve la fuerza del grupo; con la festividad, en donde se relajan las fronteras entre extraños, dice Rebecca Solnit. Al caminar junto a otras gentes mostramos una convicción común. No conocemos a quienes nos rodean, quizá pensamos diferente en muchas cosas, pero sabemos que hay una causa compartida que nos mueve a poner el cuerpo, a estar presentes. Esto genera una fuerte sensación de pertenencia.

Es muy difícil cuantificar el éxito de una marcha. Las movilizaciones de 2003 no pudieron evitar la guerra, pero sus consecuencias van más allá de lo inmediato. Los líderes europeos que más se significaron, José María Aznar y Tony Blair, sufrieron un gran deterioro político, y el impacto en quienes participamos permaneció durante mucho tiempo. La intervención en lo público abre las puertas a otra forma de entender la responsabilidad ciudadana, tal y como se mostró unos años después con las concentraciones espontáneas tras los atentados y la desinformación del 11-M y, por supuesto, con la acampada del 15-M. La acción política directa es una vitamina para la democracia. Las redes sociales no han terminado con la expresión de este compromiso, mucha gente se moviliza, pero, a excepción del 8-M, se echan de menos manifestaciones masivas que inviten a una gran cantidad de personas a tomar la calle, entre las cuales se encuentren incluso quienes lo hagan por primera vez.

El motivo está ahí. Si en 2003 manifestamos que no queríamos ser parte de una guerra injusta, antes de conocer sus consecuencias, ¿por qué ahora la ciudadanía europea está tan callada ante los lazos que todavía nos unen al comportamiento del Gobierno de Benjamín Netanyahu? Podría entender —sin justificar— la deuda histórica de Alemania, pero ¿qué pasa con el resto? Hace 22 años la sociedad civil se manifestó antes de que lo hicieran los cargos públicos. Hoy en día pareciera que, salvo honrosas excepciones como la marcha de La Haya, solo los profesionales (cooperantes, periodistas, algún político…) muestran indignación por la muerte de miles de niños. ¿Qué pasa? Cierto que la generación que puso el cuerpo en 2003 está ahora cargada de compromisos laborales y familiares. Además, tiene sentido que tomen el protagonismo los más jóvenes. ¿Dónde están? No creo que sean peores, acaso todo lo contrario.

Nuestra cohorte contaba con una ventaja nada desdeñable: la información compartida. Hace 20 años también había distintas facciones e intereses políticos y económicos, pero existía una misma conversación. En las portadas de los periódicos se repetían los temas, las noticias principales de los informativos eran semejantes. Había matices, pero también imágenes y datos compartidos que podíamos decodificar. Era muy difícil no conocer las principales noticias, aunque solo fuera porque te toparas con ellas en el televisor de la cafetería. Al final, la repetida exposición a lo que conmocionaba, consternaba y nos avergonzaba como especie hacía mella. Si entonces un gran número de personas podía ponerse de acuerdo para mostrar su descontento por una guerra injusta, ¿por qué ahora no puede hacerlo por los atropellos contra los derechos humanos? ¿Y si muchos de esos jóvenes, de esa generación a quien toca organizar nuestra repulsa ni conoce ni ha visto nada repulsivo? Según los datos de la última encuesta del Eurobarómetro, la mitad de los jóvenes españoles se informa a través de Instagram y otras redes sociales. Confían en su capacidad de discernir cuáles son las noticias falsas. Estoy segura de que así es. Pero, ¿qué sucede con las noticias que no ven? Desde hace tiempo, organizaciones humanitarias e incluso importantes medios internacionales como la BBC vienen denunciando que las redes sociales restringen las noticias que periodistas palestinos publican desde Gaza. En cada pequeña pantalla hay un mundo particular de contenidos que selecciona el algoritmo para cada .

Un amigo me ha dicho que empieza a preocuparse por lo que le dirán sus nietos cuando se revisiten estos días aciagos. Se imagina una conversación en la que le pregunten: “Pero, ¿cómo es posible? ¿No hicisteis nada?”. Por muy terrible que me resulte este pensamiento futuro, hay otro todavía más aterrador, que esos nietos se encuentren un día tomando el sol en la más cotizada playa de Oriente Próximo y nunca lleguen a saber qué pasó.

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