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Más ocio y menos trabajo: por qué queremos más tiempo para nosotros

La caída de ingresos de parte de la población ha dado paso a una preferencia por el ocio. Para la mitad de los mileniales, la flexibilidad laboral es un factor decisivo

Ocio

No hace tanto, frases como: “Haz de tu trabajo algo que te gusta y no volverás a trabajar” eran el aliento de idealistas y soñadores. Ahora, sin embargo, parece que el lema ha cambiado y ha adoptado las formas de uno más antiguo: “Aunque el trabajo se vista de seda, trabajo se queda”. Especialmente para las nuevas generaciones, esta faceta cotidiana ha dejado de ser algo primordial en sus vidas. El ocio es lo que ha pasado a ser una parte fundamental. La cultura neoliberal vendió la idea de que amar el trabajo era sinónimo de éxito. Hoy, ese relato se ha resquebrajado. Mientras en EE UU la productividad aumentaba un 62% entre 1979 y 2020, los salarios solo crecían un 17%. Los más jóvenes, criados en la inestabilidad, rechazan masivamente este discurso. Según un informe de Eurofound en 2023, el 37% de los empleados europeos cree que su trabajo no contribuye a la sociedad. Y, de acuerdo con un estudio de Gallup, el 56% de los mileniales considera la flexibilidad laboral como un factor decisivo al buscar un nuevo empleo. Priorizan su tiempo libre por encima de más horas y más sueldo.

Se acabó —para una parte importante— esa conexión emocional de antaño con el oficio. Trabajar es para muchos un mero trámite para pagar lo que realmente importa. Además, atravesamos una paradoja histórica: mientras la robotización avanza hacia cotas de productividad impensables hace un siglo, miles de personas se encuentran atrapadas en jornadas interminables —según la Encuesta de Población Activa, cuatro de cada diez trabajadores que echan horas extra no cobran por ellas—, salarios pauperizados y una sensación crónica de agotamiento. Aquel vaticinio del economista John Maynard Keynes en 1930, cuando creía que en 2030 se trabajarían 15 horas semanales gracias a los avances tecnológicos, se adivina actualmente como un engaño (otro) más.

Así lo indican diferentes voces que reivindican el ocio como un bien perdido. El trabajo, según opinan, lejos de liberar a las personas, las ha sumido en una dinámica de explotación acelerada, incertidumbre y desposesión de las horas. De proporcionar una vida digna se ha convertido en un fin en sí mismo que devora semanas, salud e independencia. Mucha gente ha perdido la soberanía sobre su tiempo y quiere recuperarla. Lo importante es lo que ocurre después de su jornada, cuando se ha envainado la tarjeta para los tornos, tal y como ha definido la filósofa británica Helen Hester en su ensayo Después del trabajo. Una historia del hogar y la lucha por el tiempo libre (Caja Negra, 2024).

El postrabajo es “crucial”, sentencia por correo electrónico la autora. “Trabajar una jornada estándar o tener responsabilidades de cuidados no debería dejarnos tan exhaustos como para renunciar a la vida social o cívica. Todos merecemos capacidad de elección”, añade. Hester está convencida de que sigue vigente la cultura del emprendedor y el prestigio de estar ocupado, pero empieza a desplomarse esa ética que nos atribuía el deber moral de entrega a una disciplina.

Incluso para quienes disfrutan de ciertos privilegios, advierte, el ocio se reduce a “momentos robados”. “Está distribuido de forma desigual e injusta. Reclamarlo ausentándose, rechazando horas extra o sin revisar el chat grupal en horario laboral no es una opción para todos. No se construye una nueva infraestructura de tiempo libre universal”, reflexiona Hester, en consonancia con la periodista estadounidense Sarah Jaffe, que el año pasado publicó Trabajar. Un amor no correspondido (Capitán Swing). “Estamos sobrecargados de trabajo, mal pagados, y sin equilibrio entre vida laboral y social”, dice esta última.

Una de las causas del problema es el desequilibrio. “Los trabajadores han perdido poder en comparación con sus patrones en las últimas décadas”, expresa por correo electrónico Jaffe. “Las encuestas muestran que los jóvenes están hartos”, resume, apuntando a la pandemia como acelerador del malestar: “Ya era palpable, pero la covid ayudó”. Por aquellas fechas llegó la Gran Renuncia o Gran Dimisión, ese fenómeno (cuyo núcleo principal se situó en EE UU) que consistía en abandonar el empleo por insatisfacción con las condiciones laborales y poder dedicarse a algo más disfrutable. Para Jenny Odell, autora de Cómo no hacer nada, de 2021, y de Reconquista tu tiempo, de 2024 (ambos de Ariel), el problema radica en que “el tiempo ha dejado de pertenecernos”. “Reconquistarlo implica controlar no solo lo que hacemos, sino cómo lo sentimos: que sea expansivo, no fragmentado”, explica por correo electrónico.

James Suzman, antropólogo y autor de Trabajo (Debate, 2021), recuerda que nuestra relación con lo laboral no está determinada únicamente por la necesidad económica, sino también por fuerzas culturales, históricas y sociales. “Las primeras sociedades de cazadores-recolectores, como los bosquimanos o Ju/’hoansi, que habitan cerca del Kalahari, nos muestran que el trabajo puede ser mínimo y aun así satisfactorio”. Con el auge de la agricultura, la industrialización y el capitalismo, pasó a constituir una identidad, una fuente de autoestima y una medida del éxito.

Suzman inicia su ensayo con la mencionada cita de Keynes. Y vuelve a ella: “Subestimó cómo el capitalismo convertiría la productividad en más consumo, no en más ocio”. Lucía Velasco, especialista en economía digital, señala otro riesgo: no solo está en entredicho la conquista del asueto, sino la permanencia de ciertos sectores debido a los avances tecnológicos. Lo crucial será quién controle los beneficios, dice la autora de ¿Te va a sustituir un algoritmo? (Turner).

Para David Graeber (1961-2020), antropólogo y autor de Trabajos de mierda (Ariel), el problema era más profundo: “El sistema inventa puestos absurdos para mantenernos ocupados. ¿Por qué? Porque en Occidente, el empleo sigue siendo sinónimo de virtud moral”, dejó escrito. Fue pionero en denunciar la proliferación de empleos innecesarios —“supervisores, managers, asesores”— que solo sirven para mantener “la ficción de una sociedad laboralmente activa”.

“El trabajo significativo —cuando se realiza con moderación y está alineado con metas personales y sociales— puede ser satisfactorio”, anota Suzman. “El problema surge cuando se convierte en una obligación. Si seguimos definiéndonos a través del trabajo, podríamos resistirnos a avanzar hacia un futuro postrabajo”. Graeber, más radical, creía en “desmercantilizar la vida”: “Si garantizas ingresos básicos, la gente podría dedicarse al arte, al cuidado o simplemente a existir. No todos serán poetas, pero al menos dejarán de hacer informes inútiles”. Y lanzaba un desafío: “Imaginen un mundo donde ‘¿en qué trabajas?’ no sea la primera pregunta”.

Hester ve esa hipótesis como algo “hermoso”, pero difícil de llevar a cabo. “Un mundo postrabajo real exige una transformación sistémica difícil de visualizar. Desde mi mente del siglo XXI, implicaría revalorizar, reducir y redistribuir el trabajo de manera colectiva”. Con el trabajo minimizado, cavila, la gente dedicaría algunas horas a tareas necesarias, pero tendría mucho más tiempo para proyectos personales o actividades sin estructura. Su lista, como la de esa multitud que pide más placer y esparcimiento, incluye leer, escribir, caminar, enseñar, dormir, enamorarse, cocinar, comer… “Mucho de esto ya lo hago, pero hacerlo sin la presión del trabajo remunerado y no remunerado del capitalismo sería transformador”.

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