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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Una fe inquebrantable, la sombra del padre y millones de dólares: ¿por qué Mel Gibson empezó a construir iglesias?

El actor construye templos como quien colecciona espadas medievales: con fervor, con dinero y con la sospecha de que el mundo actual necesita urgentemente una purga

Mel Gibson en el rodaje de 'Braveheart' (1995).
Pedro Torrijos

Mel Gibson, sí, el mismo que gritaba “¡Libertad!" con la cara pintada de azul en Braveheart, el mismo que dirigió la película más sangrienta sobre Jesucristo desde que los romanos tenían tiempo libre y madera de sobra, ese Mel Gibson ha dedicado buena parte de su energía post estrellato de Hollywood a una misión espiritual que, en otras manos, parecería una línea descartada de El Código Da Vinci, pero que en las suyas es simplemente una extensión natural de su visión del mundo: construir iglesias. No figuradamente. Literalmente. Con cemento, piedra, vitrales góticos del todo a cien y probablemente una estatua de San Miguel pisando una serpiente mientras sostiene una espada flamígera con la otra mano. Porque así es como se combate el mundo moderno: con un edificio.

Pero no cualquier edificio. Estamos hablando de iglesias tradicionales. De las de misa en latín, incienso espeso como niebla de aeropuerto en noviembre y mujeres con velo porque Dios, al parecer, también tiene opiniones sobre la moda femenina. Iglesias extraoficiales, claro está. Porque si algo dejó claro el Concilio Vaticano II —un demonio progresista disfrazado de aggiornamento— fue que el catolicismo podía volverse… bueno, simpático. Demasiado simpático para Gibson. Así que él dijo: no, gracias. Y construyó la suya.

Mel Gibson dando instrucciones durante el rodaje de 'La pasión de Cristo' (2004).

Iglesia número uno: el templo del ‘off-the-grid’ espiritual

En 2003, en un rincón montañoso de Agoura Hills, California —que para los no iniciados es como si Beverly Hills hubiera decidido llevar una vida más sana y menos superficial—, Gibson inauguró la Iglesia de la Sagrada Familia. La iglesia es un templo dedicado al rito tridentino, es decir, a la misa en latín pre-1962, a los curas de espaldas, al silencio litúrgico con ecos gregorianos y a la convicción de que Dios probablemente no entiende inglés. La iglesia no está afiliada a la archidiócesis de Los Ángeles, lo cual significa que es una especie de garito de los Ultras Sur pero para aficionados a la liturgia católica hardcore. O sea: 100% católica, pero no oficialmente católica. Como montar un Starbucks sin licencia y decir que vendes mejor café que el original.

Pero, ¿cómo es el edificio? Bueno, desde el aire –que es, significativamente, la única forma desde la que puede observarse con cierta claridad–, la Iglesia de la Sagrada Familia parece más una villa toscana reinterpretada por un devoto del revival neoclásico que una parroquia al uso. Su ubicación no es casual: está plantada sobre una loma, y no cualquier loma, sino una de esas elevaciones que se escogen deliberadamente por su simbología. Porque la altura, en arquitectura sacra, no es un capricho sino un gesto de dominación vertical, una forma de recordar –topográficamente– que el ser humano mira hacia arriba para hablar con Dios. Especialmente si uno se ha tomado el Evangelio de San Mateo como tratado fundacional de urbanismo celestial.

En 2003, en un rincón montañoso de Agoura Hills (California), Mel Gibson inauguró la Iglesia de la Sagrada Familia.

Alrededor del edificio, una coreografía de caminos privados serpentea como si la liturgia comenzara ya desde el volante. Los s no están diseñados para el paseo ni para el tránsito peatonal espontáneo, sino más bien para el ceremonial del coche: se llega, se aparca, se accede. No hay rastro del bullicio popular que suele rodear a las iglesias parroquiales. Aquí todo está dispuesto con una especie de coreografía del recogimiento suburbano. Aparcamientos bien peinados, setos discretos, taludes tratados con una asimetría exquisita que parece buscar un equilibrio entre lo italiano y lo californiano, entre lo contemplativo y lo privado.

Las imágenes disponibles son todas aéreas y lejanas, como si alguien –quizá los feligreses, quizá el propio Gibson– no quisiera que se supieran demasiados detalles sobre el artefacto arquitectónico en cuestión. Como si el secreto litúrgico se hubiera extendido también a la sección de materiales, al despiece de fachada o a los acabados interiores. Nada de tours virtuales. Nada de planos. Nada de fichas técnicas. Solo la sospecha de que todo ha sido construido con un ojo puesto en el canon del clasicismo sacro y otro en las restricciones de una parcela con normativa residencial.

La cubierta, de tejas rojizas perfectamente alineadas, sigue el modelo mediterráneo con obediencia casi devocional, pero sin perder ese toque west coast que hace que hasta lo pseudo-románico acabe pareciendo parte de un resort. Corona una estructura que podría confundirse, si uno entrecierra los ojos –o si los abre con un poco de mala idea−, con una bodega boutique o una residencia de lujo para personas mayores con muchos ceros en la cuenta corriente y una sensibilidad estética alineada con la austeridad ornamental de las misas en latín.

La iglesia del actor es un templo dedicado al rito tridentino: a la misa en latín pre-1962, a los curas de espaldas, al silencio litúrgico con ecos gregorianos y a la convicción de que Dios probablemente no entiende inglés.

Hay una torre cuadrada que no termina de saber si quiere ser campanario, torreón o puesto de vigilancia espiritual. Está ahí, firme, sin campana visible ni gárgola que la justifique, como una declaración de geometría sin función, o quizá con una función que solo entiende quien reza en latín. Y una hilera de arcos de medio punto −muy correctos, muy clasicistas, muy manual de Vitruvio adaptado para clima seco− que hacen las veces de pórtico, galería de tránsito o claustro minimalista, según la hora del día, el ángulo del sol y el grado de humedad.

Lo curioso es que, pese a su independencia respecto a la diócesis oficial, y pese a su vocación de offsider eclesiástico, la iglesia no se aleja tanto del modelo canónico. No hay nada disruptivo en ella, nada realmente transgresor: ni torres abstractas, ni volúmenes rotundos de hormigón, ni vitrales experimentales. Lo que hay es una reinterpretación privada del románico reducido a lo esencial, depurado, quizá deliberadamente desprovisto de dramatismo, como si se quisiera purgar también la arquitectura de sus excesos barrocos. Una especie de minimalismo doctrinal construido en piedra, o en su equivalente de Los Ángeles, California.

Eso sí, todo está limpio. Impecable. Los coches han aparcado lejos y no hay ni una bicicleta apoyada en la fachada. No parece una iglesia con vida comunitaria, sino una iglesia de exposición, como una cocina de IKEA montada para que veas cómo sería tu fe si pudieras permitirte una encimera de mármol y una misa en latín diaria. Desde esta altura, es difícil saber si hay confesionarios dentro, pero uno apostaría a que sí. Y seguramente acolchados.

La segunda edificación sacra financiada por Mel Gibson fue la Capilla de San Miguel Arcángel, ubicada en el municipio de Mt. Pleasant, Pensilvania. Esta capilla fue un regalo para su padre, Hutton Gibson, conocido sedevacantista y teórico del fin del mundo.

Iglesia número dos: la herencia paterna

La segunda edificación sacra financiada por Gibson fue la Capilla de San Miguel Arcángel, ubicada en el muy americano municipio de Mt. Pleasant, Pensilvania, donde uno podría esperar encontrar una iglesia metodista y una tienda de armas, pero no necesariamente una sucursal del catolicismo pre-Vaticano II. Esta capilla fue un regalo (¿una misión espiritual heredada? ¿una deuda mística? ¿una excentricidad familiar elevada al cubo?) para su padre, Hutton Gibson, conocido sedevacantista y teórico del fin del mundo. Si bien, en este caso, el Apocalipsis se intuía más como una oportunidad inmobiliaria que como una profecía divina. Literalmente, pues al contrario que la de California, esta iglesia no se construyó, sino que Gibson la compró en 2006 a un matrimonio local, quienes hasta ese momento la usaban como su casa. Lo cual es perfectamente lógico porque, de hecho, era una casa. Bastante grande, con dos plantas y una gran parcela de césped alrededor. No se conoce cómo era el interior, pero, ateniéndonos a su configuración genérica −es decir, el canon doméstico televisivo que todos llevamos incorporado−, podemos adivinar que tendría un salón con cocina abierta, un comedor al otro lado separado por un quicio sin puerta, un garaje y tres o cuatro dormitorios en la planta superior, probablemente uno de ellos convertido en despacho u oficina en los últimos años de vida del matrimonio anterior. Lo cual nos lleva inevitablemente a preguntarnos: ¿cómo se habilita esa distribución doméstica para transformarla en un lugar de liturgia preconciliar, hasta el punto de llamarlo Capilla de San Miguel Arcángel?

Pues probablemente como se han transformado tantas otras cosas en la historia de las adaptaciones litúrgicas: con una alfombra persa, un crucifijo bien orientado, y una dosis saludable de voluntad ritual. Tal vez se desmontó la isla de la cocina y se colocó un altar; tal vez el salón pasó a ser nave principal y el hueco de la escalera se convirtió, por convención tácita, en sacristía. Lo sagrado, al fin y al cabo, es una cuestión de disposición −de muebles, sí, pero también de ánimo−. Y si hay algo que la arquitectura nos ha enseñado a lo largo de los siglos es que cualquier espacio puede ser sacralizado si la intención es lo bastante firme y el mobiliario lo suficientemente móvil. De hecho, aunque nos guste mucho imaginar que las iglesias deben tener un aspecto muy específico, técnicamente cualquier edificio puede ser litúrgico si se cuenta con la aprobación de la autoridad eclesiástica. Y como, en este caso, dicha autoridad era el propio padre de Gibson, pues palante.

La Capilla de San Miguel Arcángel tampoco fue reconocida por la diócesis correspondiente (Greensburg, Pensilvania), porque el punto de construirla −o en este caso, rehabilitarla para funciones litúrgicas− es precisamente ese, no estar reconocido. Como esos bares clandestinos a los que sólo puedes entrar si conoces la contraseña, salvo que en lugar de cócteles con albahaca infusionada sirven comunión consagrada según la receta de 1570.

Por cierto, la aventura de Pensilvania apenas llegó a mediados de 2007. Papá Gibson, siempre vigilante, siempre más papista que el papa, montó en cólera al descubrir que el párroco que él mismo había contratado no pudo confirmar si había sido ordenado según el rito preconciliar. O sea, que no. Y eso, para Hutton, era anatema. Así que le despidió, finiquitó el contrato y disolvió la congregación.

Mel Gibson en el rodaje de la película 'Stu', grabada en su iglesia de Agoura Hills en 2021.

El dinero de Dios, gestionado como un fondo de inversión

Ahora bien, ¿quién paga todo esto? ¿La Providencia? ¿Una campaña de GoFundMe entre fanáticos del rosario y la transubstanciación? No. Lo paga la Fundación A.P. Reilly, una entidad caritativa que suena a nombre de personaje secundario en una novela victoriana, pero que en realidad es uno de los brazos fiscales de Mel Gibson. En 2014, esta fundación tenía activos por 70 millones de dólares, incluyendo donaciones del propio Gibson que, en algunos años, rozaban los diez millones. Eso son muchos rosarios para una congregación que sumaba poco más de cien personas entre las dos iglesias.

¿Y para qué tanto dinero? ¿Para las necesidades espirituales de una pequeña comunidad devota? ¿Para becas de latín eclesiástico? ¿Para mantener el órgano afinado? Los escépticos, que nunca faltan, han señalado que esta desproporción entre la magnitud del fondo y el tamaño de la comunidad genera ciertas dudas. Entre ellas: ¿puede una iglesia de cien personas realmente necesitar ese volumen de activos? ¿O estamos ante una forma muy sofisticada de blindaje financiero disfrazado de piedad ritual, pues A.P. Reilly es una entidad exenta de impuestos?

El templo de Gibson no está afiliado a la archidiócesis de Los Ángeles: es una iglesia 100% católica pero no oficialmente católica.

¿Y qué tipo de católico es Mel Gibson?

Aquí entramos en territorio pantanoso. Gibson es católico tradicionalista, sí. Pero ¿hasta qué punto? ¿Es un simple conservador litúrgico con gusto por las sotanas bien almidonadas? ¿O se acerca peligrosamente al sedevacantismo, el rincón más oscuro y radical del catolicismo en el que se cree que no ha habido un Papa legítimo desde 1963 (o 1958, según el grado de paranoia teológica del creyente)?

Su padre, desde luego, era sedevacantista de manual (además de veterano de la Segunda Guerra Mundial, negacionista del Holocausto, teórico de la conspiración y gran campeón del concurso televisivo Jeopardy! En Hollywood podrían hacer una película sensacional sobre este hombre pero insisten en bombardearnos con secuelas de superhéroes). Y hay rumores —rumores provenientes de Reddit, así que habrá que darles la credibilidad que cada uno considere— que apuntan a que Gibson ha invitado a celebrar misa a figuras excomulgadas, como el arzobispo Carlo María Viganò, lo cual sería equivalente a contratar a Julian Assange para organizar la fiesta de Navidad de la CIA. Aunque posiblemente la única relación entre Gibson y Viganò se limite al deseo del primero de que le hagan como al segundo. Es decir: excomulgarle.

En 2001, en una entrevista con USA Today, Gibson dijo que “el Creador instituyó algo muy específico, y no podemos cambiarlo”. Una frase que puede sonar muy noble si uno está pensando en los Diez Mandamientos, pero que cobra otro matiz si se refiere a que las mujeres deben taparse la cabeza en misa porque San Pablo lo dijo en una epístola. También ha afirmado que la Iglesia necesita una “limpieza”. Se refería a la proliferación de escándalos relacionados con la institución pero, viniendo de él y sabiendo lo que sabemos, suena también a reforma teológica y a exorcismo arquitectónico.

A todo esto hay que sumar su divorcio (civil, sin anulación eclesiástica, lo que según los estándares que él mismo parece defender, lo colocaría en una especie de limbo marital) y su relación ambigua con la estructura oficial de la Iglesia. Es decir, no está claro si, para Gibson, el nuevo Papa León XIV será el verdadero sucesor de Pedro o simplemente otro infiltrado comunista y masón, como Bergoglio.

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Sobre la firma

Pedro Torrijos
Pedro Torrijos es escritor, arquitecto y crítico cultural. Es director del podcast del Museo ICO y colaborador habitual en medios. Sus últimos libros son 'Territorios improbables', 'Atlas de lugares extraordinarios' y 'La tormenta de cristal'.
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