Cuando el vaso importa más que el café
La tendencia de las cafeterías de especialidad tiene que coexistir con los cafés un poco quemados y con sabor a casa de toda la vida
Hay dos maneras muy distintas de tomar café: disfrutarlo con calma, dejándose seducir por sus aromas y matices, o beberlo con urgencia, para espantar el sueño, acicalar nuestras legañas y poner en marcha el cerebro. Soy de los que disfruta de los cafés de especialidad realizados a través de cafeteras de filtro, uvesesentas, aeropress o cualquier nuevo ingenio donde permita al café aportar aromas. Un café para parar el tiempo y apreciar el origen y terroir de la bebida, pero hay días que necesito la bebida amarga como necesidad fisiológica. El café por la cafeína, y no comenzar una odisea lingüística para pedir un cortado.
Puedo ser flexible y, a primera hora, llamar a mi café solo expreso, pero me es más antinatura tener que pedirme un café con leche como un flat white o un cortado como un macchiato. Con la ausencia de energía en mis venas, no vengo a que me evangelicen, el primer café del día es algo sencillo y básico, y no necesito tanto adorno. Y no debo de ser el único.
Es verdad que en España hemos sido malos cafeteros y tiene un origen. Tras la Guerra Civil, y su escasez, nos refugiamos en las infusiones de achicoria, de sabor más terroso y amargo que el café y sobre todo bien aderezada de azúcar. Para compensar ese gusto adquirido en cuanto empezamos a sorber café de nuevo lo hicimos a través de su variedad torrefactada. Variedad que, aunque denostada por todo barista, sigue en nuestros lineales de manera habitual.
La revolución que desplazó lo tradicional no germinó en un bar de barrio, sino en los mercados globales de principios de siglo. Pensemos en Apple con el iPod: en 2001, cuando todos vestían auriculares negros y dispositivos de diseño casi indistinguibles, Apple apostó por el blanco impoluto. Aquella decisión de Jonathan Ive, jefe de diseño, no fue un simple ejercicio estético, sino una declaración de intenciones: crear un símbolo de pertenencia. De la noche a la mañana, los s de Apple dejaron de ser consumidores anónimos para convertirse en una comunidad visible, un clan reconocido por la elegancia minimalista de sus gadgets.
Starbucks supo ver el poder de ese gesto y lo trasladó al mundo del café. Su vaso icónico, con la sirena en verde sobre blanco, se convirtió en un estandarte urbano: ya no era una bebida, sino una experiencia y un sello personal. Llevar un “Starbucks” en la mano significaba formar parte de una tribu cosmopolita, identificable en cualquier rincón del planeta. A tal punto llegó la estrategia de marca que hoy coleccionamos vasos como trofeos de viaje, buscando la edición limitada de Tokio, la edición navideña de Nueva York o el vaso conmemorativo de Londres. Cada sorbo es, en realidad, un guiño a nuestra pertenencia a esa comunidad global que ha redefinido el acto de tomarse un café.
Otro asunto es lo que denomino un ejercicio de forma contra fondo. Lugares donde importa más el continente que el contenido. Así hemos pasado de acariciar un cortado al calor de un bar familiar a buscar locales donde el café queda en segundo plano frente al potencial instagramable. Cafeterías que exhiben animales exóticos—gatos, búhos, capibaras—o escenarios imposibles, o locales que te invitan a vestirte de unicornio para la foto perfecta. Lugares donde el ritual del café es solo una parte más de un decorado.
No es cuestión de hacer un ejercicio de cuñadismo, y arengar contra todo lo nuevo. Disfruto mucho de los cafés de especialidad y de la gente que avanza en territorios inexplorados y apasionantes. Soy un fan de la cafetería nueva de mi lugar de residencia, Kuia, pero también de los cafés un poco quemados y con sabor a casa que preparan en el bar de debajo de mi casa.
Las tendencias tienen que coexistir con lo que estaba, si simplemente las fagocitan, dejarán de ser tendencias porque no habrá nada con la que compararlas. Que exista lo nuevo permite que muchos consumidores puedan tomar café fuera gracias a las apariciones de diferentes bebidas vegetales, leches sin lactosa o simplemente del café descafeinado. Yo disfruto de ambas, solo que, a veces, mientras doy un sorbo a un doble shot flat white caramel pistacchio sour por la calle, añoro estar en una barra metálica, en una cafetería sin baristas, y con un camarero junto a un periódico deportivo lleno de manchas de aceite de churros. Un café sin traducciones ni performances.
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