Hijos violentos
Pablo fue desde pequeño un niño seductor. Inteligente, simpático, decidido e independiente. El pequeño de una familia bien avenida, con dos hermanas mayores y unos padres, Lucía Hernández y Enrique López, que iten que quizá le consintieron un poco más que a sus hermanas por eso de ser el benjamín de la casa. A los 11 años comenzó a dar muestras de rebeldía, de no querer acatar autoridad alguna, ni profesores ni adultos en general. Empezó a ejercer de líder en su colegio, un centro privado y laico. Arrastraba a la clase con sus ocurrencias, las contestaciones a los profesores y sus dotes de “listillo”. Nada de violencias. Se hizo muy popular, una influencia que, según los profesores, no era buena para sus compañeros. En sexto de primaria le expulsaron del colegio. Empezó en otro -privado y laico- de donde también se tuvo que ir. Terminó en un centro de enseñanza pública. Vivía en las afueras de Madrid y con 12 años se escapaba al centro de la capital. Empezó a consumir droga: tripis, marihuana, hachís. “De todo, menos pincharme”, decía en actitud provocadora. Envalentonado y desafiante, empezó a enfrentarse a sus padres. Le expulsaron del instituto, se iniciaron los episodios de violencia familiar. Pedía dinero, desaparecía y la familia no sabía por dónde ni con quién estaba. Después de un fin de semana sin aparecer, intentó echar abajo la puerta de la casa, golpeó con una barra las ventanas y el coche de sus padres, mientras les insultaba a gritos. Fue el primer enfrentamiento directo. El siguiente fue destrozar su habitación porque no le habían dado suficiente dinero. Su padre le amenazó con echarle de casa y él le denunció en la comisaría. A las once de la noche se presentó con la policía, que les aconsejó, después de ver la habitación, que le denunciaran. No lo hicieron. “Al principio siempre crees que es algo que se arreglará, no te imaginas que pueda acabar derivando en problemas tan graves. Estábamos perdidos, había sido un hijo muy deseado y no fuimos capaces de adivinar tantas dobleces en un niño pequeño”, dice Lucía.
"Al principio siempre piensas que es algo que se arreglará, no imaginas que acabe derivando a problemas tan graves"
"Se ha roto un tabú esencial de nuestra especie: pegar a los padres. Los comportamientos violentos se han acrecentado"
"Son impulsivos, egocéntricos e incapaces de sentir culpa. Desafiantes, mentirosos y capaces de actos crueles"
"Muchos padres no han estado a la altura de las circunstancias; otros lo han hecho bien y están destrozados"
Pablo empezó a consumir marihuana en casa y a negarse a estudiar. No quería levantarse de la cama. Le llevaron al psiquiatra, quien dio a los padres una pauta de conducta: hacer un frente unido, no dejarse envolver por su palabrería ni sus mentiras, intentar mantener la relación con él aunque fuera costosa, que se sintiera querido, tratar de evitar que cometiera un delito o tuviera algún accidente mortal. Fue el primer cara a cara brutal con una realidad dura de itir: no era un caso de adolescencia difícil y debían buscar ayuda. Fueron a un psicólogo, y Pablo, a otro. Poco después, a los 13 años, golpeó a su padre y empezó a zarandear a la madre repetidamente para quitarle el bolso. Quería dinero para comprar marihuana. Consumía mucho y tenía arrebatos violentos. En uno de ellos, los padres tuvieron que avisar a la policía, que se presentó con una ambulancia de psiquiatría y lo internó en un centro de desintoxicación de menores. Los padres iban a visitarle los días permitidos. Regresó a casa muy cambiado física y mentalmente, más maduro. Aprobó tercero de ESO. A los 15 años cumplidos amenazó a sus padres con cortarles el cuello mientras dormían, después de dejarles toda la habitación salpicada de sangre. Empezaron a tener miedo. A los 16 años se marchó de casa, buscó un trabajo y empezó a hacer una vida casi independiente. “Ahora quiere volver a casa, pero su padre le ha puesto condiciones: estudiar o trabajar y someterse al sistema familiar. Mi marido es partidario de que se independice totalmente, dice que si ya es mayor, como él asegura, lo es para todo”.
Hijos que pegan a los padres, les maltratan física o psíquicamente, les insultan, empujan, roban y amenazan, en ocasiones incluso de muerte. En su mayoría son sólo adolescentes de entre 12 y 17 años, pero los hay menores, incluso muy pequeños, que se convierten en auténticos tiranos de la casa y tienen atemorizada a toda la familia, que, en ocasiones, acaba rompiéndose.
El caso de Lucía y Enrique (nombres supuestos como todos los de los padres e hijos que aparecen en este reportaje) es sólo uno entre los miles de padres españoles que ante una situación insostenible han acabado denunciando a sus hijos a la policía o en los juzgados el último año. Casi 5.000 padres lo hicieron en 2005, cifra que, aún sin cerrar la estadística del año, es casi seguro que será superada en 2006 (en septiembre rozaban los 4.000, según datos del Ministerio del Interior). Denuncias que son sólo la punta del iceberg de un problema que hasta hace muy poco ha sido un tabú en nuestra sociedad: el de los hijos que maltratan a sus padres.
Una situación que, sin dramatizar ni generalizar porque es minoritaria, ha empezado a preocupar seriamente a la Fiscalía General del Estado, que prepara una instrucción para que los fiscales puedan enfrentarse a un fenómeno que les ha cogido desprevenidos. “Nos preocupa que los fiscales actúen con unidad de criterio en esta cuestión. Por eso, en conexión con la fiscalía específica de Violencia de Género, trabajamos en unas pautas de tratamiento del problema. Estamos asimilando lo que nos trasladan los fiscales de a pie de toda España, sobre todo los de menores: que cada vez hay más chicos, entre 12 y 18 años, que son protagonistas en casos de violencia familiar”, afirma Luis Navajas, coordinador general de la Fiscalía de Menores. Navajas reconoce que no es un problema nuevo, pero que es ahora cuando empieza a inquietarles de verdad.
Sólo en Granada, 165 padres denunciaron a sus hijos en 2005, y según el juez de menores Emilio Calatayud, conocido por sus originales sentencias, serán más en 2006. “Van en aumento, y además es el único delito en el que veo que chicos y chicas estarían casi igualados en edades y sexos, 16-17 años. Pero todavía hay muchos padres que no denuncian por vergüenza. En Granada estamos concienciándoles de que es mejor que lo hagan, porque hay situaciones verdaderamente conflictivas, pero muchos tapan la situación”.
Sin querer ser alarmista, el psicólogo Vicente Garrido, profesor de la Universidad de Valencia, consultor de Naciones Unidas, y uno de los investigadores que más han profundizado en la violencia familiar (su libro Los hijos tiranos. El síndrome del emperador se ha convertido en un manual-guía para muchos padres), habla del aumento de esta conflictividad. “A diario me escriben o llaman padres desesperados con la violencia de sus hijos adolescentes, casi siempre chicos. Y sí, me sorprende el número importante de hijos que pegan o maltratan a los padres, porque en los años noventa no lo hubiéramos previsto, pero todavía me sorprende más que éstos los denuncien. Pero cuando lo hacen es que, a veces, es el único camino que tienen para proteger a los hermanos”.
Se ha roto el tabú, un tabú esencial en nuestra especie, algo en lo que insisten tanto Garrido como la psiquiatra María Jesús Mardomingo, jefa de Psiquiatría Infantil del hospital Gregorio Marañón de Madrid y presidenta de la Asociación madrileña de Psiquiatría Infantil. “Los comportamientos violentos de los niños siempre han existido, pero en los últimos años se han acrecentado, y lo detectan los padres, los médicos y los profesores. Ha habido una frase hecha en nuestra sociedad: “es más malo que pegar a un padre”, para definir a alguien como lo peor de lo peor, y ese tabú se ha roto”.
Algunos expertos mantienen que el de los hijos violentos que se revuelven contra los padres hasta llegar al maltrato físico es un conflicto de sociedades desarrolladas que empieza a aflorar en diversos países, entre ellos España. Pero no todos se ponen de acuerdo en las causas. Mientras unos sostienen que es un problema de mala educación, de excesiva permisividad, tanto familiar como social, que hace que algunos niños consentidos y caprichosos se conviertan en poco tiempo en auténticos dictadores, otros afirman que la causa es doble, y que, aunque el ambiente es importante, hay que contar con una predisposición genética. Una incapacidad de estos niños (que no hay que confundir con los diagnosticados de déficit de atención e hiperactividad) para desarrollar emociones morales auténticas -empatía, amor, compasión-, lo que desemboca en una gran dificultad para mostrar culpa y arrepentimiento por las malas acciones.
Es la tesis que mantiene el psicólogo Vicente Garrido. “La causa es mixta, tanto biológica -chicos que tienen mayor dificultad en desarrollar emociones morales y una conciencia- como sociológica: ahora se desprestigia el sentimiento de culpa y se alienta la gratificación inmediata y el hedonismo. La familia y la escuela han perdido capacidad de educación y esto favorece que chicos con esa predisposición biológica, que antes eran contenidos por la sociedad, tengan mucha más facilidad para exhibir la violencia”.
“La insensibilidad es una característica de estos niños”, dice Mardomingo. “Veo pequeños que desde los tres años tienen unas rabietas tremendas. No obedecen, son agresivos y ya en la guardería pegan y no pueden jugar si no es desde la imposición y la violencia. Por fortuna, las conductas verdaderamente agresivas y peligrosas, como retar a los padres y pegarles, suponen un porcentaje menor y se producen a partir de los 13 o 14 años. Y si hay una predisposición genética, para mí, sin ningún género de dudas, lo que facilita que afloren estos trastornos de conducta son los factores ambientales”.
“Estamos ante chavales que lo tienen todo, que no se han puesto límites. Yo creo que hay que recuperar los principios de autoridad, paterna y de la escuela, pero sobre todo de los padres. No hemos sabido poner límites a nuestros hijos, es la ley del péndulo, nos hemos pasado de un extremo al otro. La próxima generación estará más preparada para educar con cierta autoridad y al tiempo con flexibilidad”, sostiene el juez Emilio Calatayud, de 51 años, y que en su infancia pasó por un colegio con fama de correccional.
Que un chaval intente ejercer el dominio sometiendo a los adultos es muy llamativo, pero no está pasando sólo en España, reflexiona la catedrática de Psicología de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, María José Díaz-Aguado, autora de varios libros sobre violencia escolar, el más reciente Del acoso escolar a la cooperación en las aulas. “Creo que es un problema general de violencia con los adultos que se ejerce contra profesores y familias. En un estudio con adolescentes conflictivos hemos detectado distintas actitudes familiares comunes. Una, que las familias habían utilizado el castigo físico cuando el niño era pequeño, aportando un modelo autoritario, de dominio-sumisión, para intentar controlarlo. Otra, donde se combinaban los métodos coercitivos, utilizados en el franquismo, con una permisividad excesiva. Una permisividad que se convierte en violencia cuando el niño intenta salirse con la suya, desobedecer y someter al adulto, y entonces se vuelve un pequeño tirano. Y también existe una mezcla de ambas”.
El caso de Fernando no encaja en ninguna de estas situaciones, según explica su madre, la madrileña Teresa Fuentes. “Fue un niño muy querido y le he dedicado mucha atención. Miro hacia atrás y creo que no he sido una madre consentidora, le exigía porque era un niño inteligente, a lo mejor demasiado... Me pregunto, ¿en qué me he equivocado"> window._taboola = window._taboola || []; _taboola.push({mode:'thumbs-feed-01',container:'taboola-below-article-thumbnails',placement:'Below Article Thumbnails',target_type:'mix'});