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Música clásica
Crónica
Texto informativo con interpretación

Shostakóvich muestra en Leipzig sus múltiples caras

Andris Nelsons sitúa la Sinfonía ‘Leningrado’ y la ópera ‘Lady Macbeth del distrito de Mtsensk’ como las grandes protagonistas en el ecuador del ambicioso festival dedicado al compositor ruso por la Gewandhaus

Andris Nelsons levanta la partitura al final de la interpretación de la Sinfonía ‘Leningrado’ de Shostakóvich.
Luis Gago

El 28 enero de 1936, el artículo ‘Caos en vez de música’, publicado sin firma en el diario Pravda (que no era precisamente un dechado de verdades), acabó de un solo tajo con la brillante y apenas iniciada carrera operística de Dmitri Shostakóvich. Cinco años después, recién comenzado el larguísimo asedio de Leningrado por parte de las tropas alemanas, el músico empezó a componer su Sinfonía núm. 7, radiada luego en las calles y desde posiciones cercanas al ejército invasor por grandes altavoces el 9 de agosto de 1942. Ese mismo año, la obra le valdría a Shostakóvich la concesión de su segundo Premio Stalin. En tan solo un lustro, el compositor pasó, por tanto, del escarnio público (amenaza incluida: “El poder de la buena música para contagiar a las masas se ha sacrificado a un intento ‘formalista’, pequeñoburgués, de crear originalidad haciendo payasadas baratas: es un juego de ingenio inteligente que puede acabar muy mal”) a obtener el galardón más codiciado. En la Unión Soviética estalinista, la frontera entre el cielo y el infierno, entre el ser y el no ser, podía ser una línea finísima, un suspiro imperceptible. Shostakóvich aprendió muy pronto la lección y, como un transformista impenetrable, no dejó de aplicarla hasta su muerte, en un hospital de Moscú, en 1975.

Medio siglo después, hemos aprendido muchas cosas sobre él, pero seguimos desconociendo lo más importante. Es fácil despacharlo como un colaboracionista del régimen soviético y, como se ha demostrado fehacientemente desde el gigantesco fraude perpetrado por Solomon Volkov con Testimonio, las supuestas memorias del músico, no ha resultado menos difícil hacerlo pasar por un disidente en la sombra o ya puestos, rizando el rizo, por un agente doble. Lo más probable, aunque es imposible abandonar el terreno de las conjeturas, es que no fuera nada de todo eso, sino un ser humano falible dotado del instinto de supervivencia con que todos nacemos. La Sinfonía “Leningrado” fue fruto en buena medida de este mismo rechazo instintivo de la extinción, tanto de sí mismo como de sus conciudadanos, por más que él lo presentara de otro modo. El 16 de septiembre de 1941, cuando ya había completado los dos primeros movimientos, afirmó en una alocución radiofónica: “Mis queridos amigos, me dirijo a vosotros desde Leningrado al tiempo que se libran batallas encarnizadas en sus mismas puertas. […] Os hablo desde el frente. […] Ayer por la mañana completé la partitura del segundo movimiento de mi nueva y gran composición sinfónica. […] ¿Por qué me refiero a esto? Lo hago para que todo el mundo sepa que, a pesar de la amenaza que pende sobre Leningrado, la vida en nuestra ciudad continúa como de costumbre, que cada uno de nosotros sigue en su puesto. […] ¡Me dirijo a vosotros, los músicos soviéticos, mis compañeros de armas, mis amigos! Recordad que nuestro país natal, nuestras vidas, nuestra música, se encuentran en gran peligro, así que defendamos nuestro país, nuestras vidas y nuestra música, ¡trabajemos honrada, desinteresadamente!”

La Orquesta de la Gewandhaus y la Sinfónica de Boston comparten atriles sobre el escenario para interpretar juntas la Sinfonía ‘Leningrado’ de Shostakóvich.

Su música estaba llamada, por tanto, a ejercer de salvavidas, de inyección moral, de baluarte frente a un enemigo feroz y contumaz. La Sinfonía “Leningrado” no es, ciertamente, la más sofisticada de las de Shostakóvich desde el punto de vista musical, pero sí, probablemente, la más visceral, algo que captaron de inmediato sus contemporáneos, no sólo dentro, sino también muy lejos de la Unión Soviética. Andris Nelsons ha querido, además, que se interpretara en el centro mismo de este gran festival dedicado al compositor en la Gewandhaus de Leipzig (sobre cuyos comienzos ya ha escrito Pablo L. Rodríguez), reforzando con ello su fuerte carga simbólica. Pero, además, ha tomado otras dos decisiones significativas: interpretarla en tres ocasiones en otros tantos días consecutivos (con las entradas agotadas en todos ellos), un privilegio no concedido a ninguna otra obra durante el festival, y hacerlo al frente de las dos formaciones de las que es titular, la Orquesta de la Gewandhaus y la Sinfónica de Boston. En Ucrania, el agredido de entonces es el agresor de hoy, mientras que los enemigos de antaño comparten ahora en armonía los mismos atriles. Y es en Gaza donde hemos visto y seguimos viendo morir a sus habitantes de hambre y de frío. Las tornas pueden haberse invertido, pero el mensaje no ha cambiado y sigue siendo el mismo.

El tantas veces agudísimo y brillante Virgil Thomson, casi siempre certero en sus invectivas, erró el tiro cuando escribió al comienzo de su crítica, publicada el 18 de octubre de 1942, que la Sinfonía “Leningrado” parecía “estar escrita para los cortos de entendederas, los no muy musicales y los trastornados”. Y al final echó una última andanada al fuego: “Shostakóvich es un músico desbordante, un compositor ‘natural’. Es también experimentado y absolutamente seguro de sí mismo. Hasta ahora ha manifestado un gusto infantil por la farsa (redimida por sentimientos patrióticos) que convertía sus partituras en disfrutables y que hacía que escucharlas resultara en ocasiones divertido. La presente obra muestra un deseo de dejar atrás las cosas infantiles y una capacidad para hacerlo sin perder confianza en sí mismo. El hecho de que sea menos entretenida que sus obras anteriores no habla en su descrédito. Que sea, a pesar de su aire serio y sus pretenciosas proporciones, leve de sustancia, poco original y superficial indica que es probable que la producción madura de este maestro tan dotado se decante del lado de lo convencional. El hecho de que deliberadamente haya debilitado tanto su sustancia, de resultas de una simplificación excesiva y de una excesiva repetición, que la haya adaptado para que fuera comprendida por un niño de ocho años, indica que está dispuesto a rebajarse a una psicología de consumo de masas, real o ficticia, hasta tal punto que pueda acabar descalificándolo para ser tenido por un compositor serio”. Si hubiera escrito desde el frente en Europa, no desde su confortable apartamento del Hotel Chelsea en Manhattan, Thomson habría visto quizás las cosas de otra manera.

Sus predicciones tampoco se han cumplido y las reacciones del público –adulto, no infantil– que ha llenado estos días la Gewandhaus han sido de entusiasmo, porque esta música conserva intacto su poder para agitar conciencias. En el primero de los tres conciertos, el viernes por la tarde, la expectación era palpable, reforzada por ver democráticamente entremezcladas a dos orquestas punteras del Nuevo y del Viejo Mundo, una fusión adonde aún no puede llegar, por fortuna, la mano destructora y disruptiva de Donald Trump. Junto al podio, por ejemplo, se sentaron juntos los concertinos de una y otra; los solistas de oboe, fagot y corno inglés eran de Leipzig, mientras que los de flauta, clarinete y trompeta eran de Boston. Todos se encontraban repartidos en una sección de cuerda nutridísima (18/18/14/12/10) y fue casi milagroso comprobar cómo, con los ojos cerrados, nadie hubiera podido sospechar que se había operado semejante simbiosis. Es cierto que siempre se ha tenido a la Sinfónica de Boston por la más europea de las orquestas estadounidenses, pero dice mucho también a favor de Andris Nelsons que haya logrado hacer sonar a ambas con una identidad unitaria, más aún teniendo en cuenta su actividad frenética de estos días, en los que ha dirigido y va a seguir dirigiendo incansablemente obras muy diversas de Shostakóvich hasta la clausura del festival el próximo domingo.

Parte de la sección de percusión necesaria para la interpretación de la Sinfonía ‘Leningrado’.

Rejuvenecido tras una espectacular pérdida de peso, Nelsons (nacido en una Letonia aún soviética, no lo olvidemos) ha evolucionado también en su manera de dirigir. Sus gestos son ahora mucho más económicos, han incrementado si cabe su plasticidad y la sensación general es incluso que el director letón es capaz de conseguir más con menos, especialmente con dos orquestas que ya lo conocen tan bien a estas alturas. En el larguísimo primer movimiento, llenó de nobleza y veracidad los dos primeros temas, mientras que planteó el obsesivo tema de la invasión (ridiculizado en parte por Bartók en el Intermezzo interrotto de su Concierto para orquesta) como un crescendo imparable y técnicamente prodigioso en el que llegaron a acumularse hasta tres cajas en su máximo apogeo dinámico, pero evitando toda aparatosidad o artificio. El letón no cargó caprichosamente las tintas en ningún momento y sorprendió incluso la dinámica contenida de la sucesión de acordes del comienzo del Adagio, tantas veces desaforados, aunque la sección central agitada sí que fue un dechado de intensidad y desgarro. Su versión irradiaba una suerte de inevitabilidad: las cosas son así porque no pueden ser de otra manera.

Pero el milagro llegó con el Largo conclusivo de este tercer movimiento, en el que, inmóvil sobre el podio, escondiendo la batuta y con tan solo levísimas oscilaciones de las manos de arriba abajo, Nelsons suspendió el tiempo, que quedó flotando inmóvil en la Gewandhaus durante los dos minutos finales. Algo muy similar sucedió en el último movimiento, antes de la necesaria autoafirmación final, cuando los primeros violines, con sordina, empiezan a tocar una melodía leve y casi espectral. También entonces se detuvo el tiempo, ingrávido, con gestos muy parecidos del director, que luego dio rienda suelta a su maestría rítmica para cerrar la sinfonía con su proclamación triunfal en Do mayor, a la manera de la Quinta de Beethoven, tras un crescendo sobre el último acorde que parecía no tener fin. Hubo aplausos para todos, generosísimos, y las flores alemanas que entregaron a Nelsons acabaron en las manos de la solista de flautín, estadounidense.

Andris Nelsons, en el foso de la Ópera de Leipzig el pasado domingo, dirigiendo ‘Lady Macbeth del distrito de Mtsensk’.

El domingo, en el edificio que mira frente a frente a la Gewandhaus en la Augustusplatz, la Ópera de Leipzig, Nelsons dirigió Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, la ópera que, cinco años antes de componer la Sinfonía “Leningrado”, le hizo caer en desgracia e instiló en él un miedo que lo acompañaría durante años (si bien la manera de literaturizarlo Julian Barnes en El ruido del tiempo no es probablemente demasiado fiel a la realidad). Aunque menos descarada e irreverente que La nariz, su primera incursión en el género, su segunda ópera es también un ejercicio despiadado de denuncia de las convenciones burguesas, en las que Iglesia (con un pope grotesco) y Estado (representada por unos policías casi circenses) salen también muy malparadas. Shostakóvich salva únicamente de la quema a la protagonista, Katerina, y al viejo prisionero del último acto. Todos los demás personajes son ridiculizados sin piedad, en parte por la decisión de Shostakóvich de blanquear los tres homicidios que comete su heroína (y suprimió un cuarto respecto al original de Nikolái Leskov, porque “el asesinato de un niño, no importa cómo se explique, siempre causa una mala impresión”). De ahí que Richard Taruskin advirtiera de que es imprescindible “ver y oír” esta ópera “con una conciencia de la historia, con los ojos y los oídos abiertos, y con los corazones alerta”.

En la parte estrictamente visual no ayudó mucho una puesta en escena plagada de elementos superfluos, cuando no absurdos (como ese gran huevo engalanado central) de Francisco Negrín y tristemente coronada por un final descabellado, en el que no es Katerina quien mata a Sonietka, sino una mano anónima, mientras que Katerina muere absurdamente a la manera de muchas heroínas wagnerianas (Elsa, Elisabeth, Isolde, Kundry...), es decir, de repente y sin causa aparente, algo que choca de lleno con la esencia de la obra, por mucho que Shostakóvich nos empuje una y otra vez a empatizar con la protagonista. Pero en su miserable condición final, escarnecida por el resto de los reclusos, ella vuelve a matar con la misma falta de premeditación que en los asesinatos anteriores, arrastrada por su desesperación y por la traición de Serguéi. El humo saliendo del agua supuestamente helada y el lento hundimiento posterior de todos los reclusos son, asimismo, invenciones difíciles de defender y con un efecto antidramático, que es probablemente justo lo contrario de lo que se pretendía.

Kristine Opolais (Katerina) y Pavel Černoch (Serguéi) durante su encuentro sexual de la tercera escena del primer acto de ‘Lady Macbeth del distrito de Mtsenst’.

Por fortuna, la parte musical cargó de sobra con todo el peso de la representación, ya que la escénica no ayudó a sumar en ningún momento. Kristine Opolais tiene el físico, la voz, la experiencia y la personalidad para componer una Katerina creíble en toda su complejidad y la soprano letona logró transmitir tanto su insoportable ennui rural como su frustración sexual, sofocada de golpe por Serguéi en un encuentro desbocado descrito tan gráficamente por la música que un crítico de The New York Sun bautizó en 1935 las ocurrencias sonoras de Shostakóvich como “pornofonía”. A su lado, Pavel Černoch fue un Serguéi poco expresivo como actor, pero más que suficiente como cantante. Dmitri Belosselski fue un contundente Borís y el resto del reparto, característico de un teatro de repertorio como el de Leipzig, rayó a un nivel más que correcto, sin grandes desequilibrios ni sorpresas, ni al alta ni a la baja. Gracias a los teatros centroeuropeos de repertorio existen los teatros de temporada de muchos países, ya que este es el principal vivero en que se plantan, germinan y florecen muchos de los grandes talentos vocales.

Todo lo que llegaba desde el foso fue, sin embargo, el ideal que uno desearía siempre en esta ópera: desafuero, crudeza, burla, desencanto, crítica social, ironía, guiños al pasado (sobre todo al Borís Godunov de Músorgski, como sucede en el lamento fingido de Katerina tras la muerte de Borís y en el triste presagio de futuro del viejo prisionero en la última escena). Con los instrumentos de metal adicionales situados en los dos únicos palcos del teatro (suspendidos en lo alto a ambos lados del patio de butacas), Nelsons se valió de todos los recursos que pone en su mano la partitura para infundir intensidad y, en ocasiones, un empuje y un desenfreno tales que los cantantes tenían que esforzarse para no quedarse rezagados. Dirigir esta ópera al tiempo que se da vida a todas sus sinfonías, como él está haciendo, enriquece sin duda la perspectiva y ayuda a saber dónde poner el énfasis. Y, a pesar de que en los últimos años haya frecuentado poco los teatros de ópera, el letón posee una vis dramática innata que debería explotar en muchos títulos que parecen pensados para sus manos redentoras. Porque cuando una ópera se escucha a un director y a una orquesta como los que estuvieron el domingo en la Ópera de Leipzig, los cantantes pasan casi, por una vez, a un segundo plano.

Katerina Ismailova (Kristine Opolais) tumaba en el suelo de su dormitorio en el primer acto de ‘Lady Macbeth del distrito de Mtsensk’.

Antes, el sábado, mientras se repetía la Sinfonía “Leningrado” en la Gewandhaus, se representó también en la Ópera La dama de picas de Chaikovski, un compositor del que Shostakóvich escribió que, “como los trágicos griegos, era sensible a la tragedia, el conflicto en el desarrollo de la vida humana, tanto personal como social”. Curiosamente, ambas obras tienen en común la aparición del espectro de una persona recién fallecida –Borís, el suegro de Katerina, en Lady Macbeth, y la Condesa, la abuela de Lisa, en La dama de picas– para trazar un puente entre ellas. A pesar de una escenografía poco afortunada, la propuesta escénica del suizo Lorenzo Fioroni tuvo algunos hallazgos luminosos, sobre todo en la segunda parte, donde se ven simultáneamente el mundo real (nítido) y el imaginario (desdibujado). Solen Mainguené fue una Lisa convincente, mientras que Brenden Gunnell fue un Hermann muy desigual y casi siempre insuficiente. Excelente Matthias Hausmann como un noble príncipe Yeletski y, sobre todo, extraordinaria dirección musical de Anna Skrileva, que planteó la crucial escena de la muerte de la condesa a un tempo tan inconcebiblemente lento como dramáticamente eficaz.

Y el domingo por la mañana hubo un interesantísimo concierto coral en el que asomaron en toda su crudeza dos vertientes casi contradictorias de la personalidad de Shostakóvich. Por un lado, Lealtad, ocho baladas para coro masculino celebratorias de una importante efeméride: “En este año histórico, el año del centenario de Lenin, cada uno de nosotros debería echar la vista atrás al camino que ha recorrido, estudiar en detalle el estado de nuestro arte en la actualidad y trazar planes para su obra futura. […] La vida y la obra de Lenin han sido y siempre serán el ejemplo y la inspiración para nosotros, los constructores de la cultura soviética”, escribió su sutor. Por otro, la cantata satírica Rayok antiformalista, una befa despiadada de Iósif Stalin y su zar cultural, Andréi Zhdanov, el factótum de su campaña contra la música “formalista”. Valiéndose de textos de discursos de ambos, y haciendo gala de un sentido del humor –musical y textual– muy fino, al oírla, entre risas, costaba creer que Shostakóvich lograra mofarse de tal modo de algo que sin duda le había provocado tanto sufrimiento. En el programa, con el lujo de contar con el director estadounidense Dennis Russell Davies como uno de los dos pianistas, también sonaron su infrecuente Concertino para dos pianos y la transcripción para coro y piano a cuatro manos que, deslumbrado, realizó el autor de Lady Macbeth a poco de escuchar por primera vez la Sinfonía de los salmos de Stravinsky (que lo obsequió con su indiferencia cuando coincidieron en Moscú en 1962). No hay rincón o escondrijo del catálogo de Shostakóvich que quede estos días en Leipzig sin explorar. Y el público que llena los aforos de todas las salas parece ávido de descubrirlo.

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Sobre la firma

Luis Gago
Luis Gago (Madrid, 1961) es crítico de música clásica de EL PAÍS. Con formación jurídica y musical, se decantó profesionalmente por la segunda. Además de tocarla, escribe, traduce y habla sobre música, intentando entenderla y ayudar a entenderla. Sus cuatro bes son Bach, Beethoven, Brahms y Britten, pero le gusta recorrer y agotar todo el alfabeto.
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