Cómo todo el mundo se ha apropiado de Anne Frank
Un ensayo arremete contra la manipulación de la memoria de la adolescente judía iniciada por su propio padre, primer censor de su diario, mientras una versión que no recorta sus alusiones explícitas al sexo se prohíbe en Estados Unidos


En algún momento de la primavera de 1944, Anne Frank —en España no se publicó con el nombre original hasta hace apenas unos años, fue siempre El diario de Ana Frank, pero ahora todas las ediciones respetan el nombre de la niña— escucha por la radio, desde la Casa de Atrás, la minúscula y asfixiante vivienda oculta tras un archivador en el número 263 de Prinsengracht, Ámsterdam, en la que pasó dos años compartiendo cuarto con un oficinista cuarentón, un discurso del ministro de Educación holandés en el exilio en el que dice que, después de la guerra, se publicará todo lo que se haya escrito durante la ocupación nazi con el fin de “dejar constancia del sufrimiento del pueblo holandés”. Incluidos los diarios. Así que, convencida de que aquello que había estado haciendo iba a cumplir su sueño (“¡No seré insignificante, trabajaré en el mundo y para la gente!”, anota en ese momento), empieza a llevar un diario paralelo a su famoso diario en el que pasa a limpio algunos párrafos y elimina otros. Mientras, sigue escribiendo el original, sin poder sospechar hasta qué punto sería este “trucado, reducido, infantilizado y sentimentalizado”, como apunta la novelista y ensayista Cynthia Ozick, hasta acabar su historia ”falseada, cursilizada” e “impúdica y arrogantemente negada”.
Un buen ejemplo se dio hace apenas dos semanas. Un instituto del condado de Indian River, en Florida, el Vero Beach, prohibió la novela gráfica basada en el diario —adaptada por el cineasta Ari Folman, hijo de supervivientes del genocidio nazi, y el dibujante David Polonsky, en 2017— por considerar que “blanqueaba el Holocausto”. Aunque, en realidad, lo que parecía no gustarle a Moms For Liberty —la asociación que impulsó la censura, que se extendió al resto de institutos del condado— era el contenido “explícitamente sexual” de la obra en cuestión. Hay una escena en la que Anne Frank le pide a una amiga que se desnude ante ella para poder verla. Ella también lo hará. Contemplar las estatuas desnudas en los libros de historia ha empezado a alterarla, y quiere ver qué pasa con un cuerpo real que no sea el propio. Cuando se descubre que en el manuscrito original —intervenido por su padre, Otto Frank, el primer y mayor apropiacionista— la adolescente incluyó descripciones anatómicas explícitas —de su propio clítoris—, que no pudieron leerse hasta que la estudiosa Mirjam Pressler las rescató, el agravio es aún mayor.